Señor Director; Señoras y Señores Académicos; Señoras y Señores:
El otorgamiento a mi favor de la condición de miembro correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua me embarga con dos sentimientos hermanables. Por una parte, de profunda gratitud hacia todos los miembros de la corporación, que lo han hecho posible con suma generosidad. Y por otra, en el plano más íntimo, un sentimiento de nostalgia y sentimiento familiar. Este verano he rebuscado entre los papeles de mi abuelo, Darío Prieto, y he encontrado nuevas huellas de su estancia juvenil en esta isla de ensueño. Había nacido en 1893, cinco años antes de la independencia de la República, y aquí vino casi de niño para forjarse un porvenir antes de su regreso definitivo a España, en 1923. Fue él quien al recordar conmigo esta etapa trascendental de su vida me hizo amar a Cuba antes de que yo pudiera viajar personalmente a ella, hace ya dos decenios.
Al hilo de estas entregas del título de miembro correspondiente de la Cubana, que comparto con dos admirados compañeros, permítanme, Señoras y Señores Académicos, recordar un documento que no solo tiene interés histórico, sino que resulta por igual emocionante.
Hace ahora 146 años, cinco décadas después de las independencias, la Real Academia Española, que ya había nombrado como miembro suyo correspondiente al gran maestro de nuestra lengua en el Siglo XIX Andrés Bello, aprobó un Reglamento para la fundación de las Academias Americanas correspondientes de la Española, aprobado por la Junta de 24 de noviembre de 1870 a propuesta del Director, el Marqués de Molíns y de otros académicos.
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