“No somos hijos únicamente de nuestro tiempo, sino también de nuestro idioma”

Por: Roberto Méndez

Hace más de un siglo, el primero de noviembre de 1908, fue develado este monumento a Miguel de Cervantes Saavedra, modesto como corresponde a una obra levantada mediante suscripción pública, pero de significación incalculable si sabemos que fue el primero en Cuba y América en dedicarse al autor de El Quijote. Desde entonces, y muy especialmente a partir del 23 de abril de 1944, cuando se celebró por primera vez entre nosotros, de manera oficial, en este lugar, el Día del Idioma, han venido hasta aquí los escritores, lingüistas, pedagogos y comunicadores cubanos, a honrar la memoria del escritor por antonomasia en lengua española.

Desde mucho antes, los cubanos habíamos sabido homenajear el legado cervantino. El 23 de abril de 1861, el presbítero bayamés Tristán de Jesús Medina, hizo vibrar la iglesia de las Trinitarias en Madrid, cuando pronunció la oración fúnebre de Cervantes, encargada por la Real Academia Española. La pieza, calificada como excepcional por alguno de los asistentes, se ha perdido y sólo nos consuela saber que conservamos otro tributo notable, el de Enrique José Varona, quien en idéntica fecha, pero de 1883, en el Nuevo Liceo de La Habana, elogió al más ilustre de los hijos de Alcalá de Henares:

Conoce maravillosamente su pueblo, y lo pinta; es un hombre de su época, y la estudia; escribe con todo el desembarazo del genio su lengua nativa, prodiga a manos llenas los modismos, no se para en las incorrecciones, y, sin embargo, hoy como entonces, en inglés, en ruso, en castellano, su obra inmortal es deleite y enseñanza y pasmo de los hombres todos, por el mero hecho de ser hombres.[1]

Un lustro después, cuando Varona recoge esta disertación en el volumen Seis conferencias, José Martí la comenta en un artículo publicado en El Economista Americano de Nueva York y allí dedica, a su vez, unas líneas memorables al autor de las Novelas ejemplares: “Cervantes es, en el estudio intachable del escritor de Cuba, aquel temprano amigo del hombre que vivió en tiempos aciagos para la libertad y el decoro, y con la dulce tristeza del genio prefirió la vida entre los humildes al adelanto cortesano, y es a la vez deleite de las letras y uno de los caracteres más bellos de la historia.”[2]

Honrar hoy, en tiempos tan diversos, a Cervantes y hacerlo desde la Academia Cubana de la Lengua, significa no sólo enaltecer a quien puso las peripecias del hidalgo manchego y su escudero en una lengua que no era ya el latín de los conventos, ni el toscano de las academias cortesanas, ni siquiera la seca y balbuceante de Nebrija, sino la síntesis elegante del habla popular de ventas y caminos, con el idioma refinado de los ingenios mejores, hasta el punto de que, al morir en su lecho, desengañado, Don Alonso Quijano, debió comunicarle su enigmático autor, para ahorrarle hieles, que si bien no había librado al mundo de encantadores y malandrines, que hasta hoy lo mantienen en perpetua catástrofe, al menos, él había sido vehículo ideal para velar las armas de un idioma cuyos tesoros todavía hoy usufructuamos.

No compete a las academias, como creen algunos, convertirse en lebreles a las puertas del idioma, mucho menos en aduaneros biliosos. Su papel no es el de censurar y poner freno a un habla que todos los días fluye como el agua y el viento, ni a la escritura que se multiplica por mil vehículos diversos. Su auténtico rol es el de escuchar, acompañar y educar a quienes hablan y escriben, para lograr con la lengua lo que otros quieren con la flora o con los montes, no dejar que entre por ellos la disolución y la muerte.

Ni puristas, ni arcaístas, somos los académicos el “partido verde” del idioma y por su salud vivimos y para su salud trabajamos. Servir es nuestra misión, desde el aula o desde la tribuna del conferencista, desde el libro largamente madurado o desde la prensa cotidiana, atentos como Cervantes al habla que nos rodea y a la continua fecundación del lenguaje que, como al polen de las flores, no hay quien le ponga fronteras ni le cobre peajes. No lamentemos hoy que en un mundo que se ha hecho tan pequeño gracias a las comunicaciones, parezca estar la palabra en revolución continua. Aprendamos la lección de Cervantes que no se preguntó qué venía de griegos y latines, de italiano o lengua morisca y aún de las remotas tierras americanas, sino que dejó constancia de lo que iba amalgamándose y con eso forjó la prosa más viva y aleccionadora de su tiempo.

Ser Cervantes en cada época, es desafío que antes de nosotros supieron cumplir Martí y Varona, como también lo hicieron, cada cual según su singular talante, el Manuel de la Cruz vibrante de los Episodios de la revolución cubana y el Casal erótico y doliente de los versos y las crónicas, y después de ellos, Carpentier, Chacón, Guillén, Lezama, Lisandro Otero y hasta la voz, sólo en apariencia frágil de Dulce María Loynaz, porque no hay un modo único de hablar, ni siquiera dentro esta peculiar variedad del español que es el cubano, mestizo y cimbreante. En él caben el discurrir de Paradiso y el de Concierto barroco, los Poemas sin nombre y la Elegía camagüeyana. Por eso, honrar hoy a quien han  llamado el Manco, aunque nadie usara las manos para hacer tanto bien como él, es hacerlo para todos lo que hacen más potable y sabrosa nuestra lengua.

No somos hijos únicamente de nuestro tiempo, sino también de nuestro idioma. No olvidemos que Martí, en el artículo que ya hemos citado, celebra de este modo la escritura del filósofo y pedagogo principeño: “Y el lenguaje, al que es el pensamiento lo que la salud a la tez, llega por esas dotes en este escritor a una lozanía y limpieza que recuerdan la soberana beldad de las mujeres, épicas y sencillas, de la tierra del Camagüey, donde nació Varona.”[3] No habría elogio más hermoso para nuestras obras presentes.

Feliz Día del Idioma.

Muchas gracias.

[1] Enrique J. Varona: �Cervantes�. En: Cr�tica literaria. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1979, p.168.

[2] Jos� Mart�: �Seis conferencias por Enrique Jos� Varona�. En: Obras completas. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975. Tomo 5, p. 120.

[3] Ibid, p.121.