Roberto Méndez Martínez
Decía Voltaire que eran libros clásicos aquellos que todo el mundo elogiaba y nadie leía, y ponía como ejemplos a la Divina comedia y al Quijote. No estoy muy seguro de qué sucede hoy entre los lectores italianos y Dante, pero en el todavía reciente 2005, año del cuarto centenario del Ingenioso hidalgo, el libro superó en records de ventas a las más prometedoras creaciones de Gabriel García Márquez y Arturo Pérez Reverte e inclusive al Código Da Vinci de Dan Brown. Aquella parodia de los relatos de caballería que acabó convirtiéndose en la novela moderna por excelencia no se conforma con la tranquila condición de clásico literario y desborda los eventos académicos para seguir siendo un suceso popular.
Según afirma Irving Leonard en Los libros del conquistador, apenas acababa de salir de las prensas de Juan de la Cuesta la novela cervantina, se hacían grandes embarques de ella hacia América. En 1605, barcos que tenían por destino a Veracruz o Cartagena, llevaban en sus bodegas importantes cantidades del libro. Lástima que una de esas naves, “La Trinidad”, se hundiera en las cercanías de La Habana y los hombres de la tripulación que se salvaron no pudieran pensar en aquellos volúmenes que la Corriente del Golfo arrastraba sin destino cierto. Alonso Quijano desembarcaba en las Indias para quedarse.
Pertenece al mundo de las conjeturas si el mítico círculo literario formado por Silvestre de Balboa y sus amigos leyó este libro, pero los más visibles fundadores de nuestra literatura, lo disfrutaron y se abrieron a la influencia de sus delirios utópicos: pasó, no sin dejar huellas, por las manos de Domingo del Monte, José María Heredia, Antonio Bachiller y Morales, Gertrudis Gómez de Avellaneda. Pensadores de nuestro siglo XIX como Manuel Sanguily, Rafael Montoro y José de Armas y Cárdenas le dedicaron páginas o pasajes oratorios memorables. Martí, que se apoderó del libro desde los días del colegio de Mendive, años después, cuando comentaba, en enero de 1888, en El Economista Americano de New York la edición de un folleto con seis conferencias de Enrique José Varona, aprovechó para señalar la preferencia del sabio principeño por Cervantes y deslizar, en hermosa digresión, su propio juicio: “Cervantes es, en el estudio intachable del escritor de Cuba, aquel temprano amigo del hombre que vivió en tiempos aciagos para la libertad y el decoro, y con la dulce tristeza del genio prefirió la vida entre los humildes al adelanto cortesano, y es a la vez deleite de las letras y uno de los caracteres más bellos de la historia.”
No es extraño, pues, que fuera esta novela la escogida para inaugurar la Imprenta Nacional en 1960, en una edición popular en cuatro tomos, que incluía los célebres grabados de Doré y un dibujo de Picasso, multiplicada en una cantidad tan pasmosa de ejemplares que era posible comprarla no sólo en La Moderna Poesía o en las más importantes librerías de provincias, sino hasta en las bodegas de barrio. Tampoco puede resultar raro que uno de los más populares monumentos de La Habana sea “El Quijote de la Rampa”, que sigue cargando contra gigantes reales e imaginarios en la concurrida esquina de 23 y J.
Conviene, sin embargo, traer a cuento para esta ocasión, una aventura quijotesca, ocurrida entre nosotros a inicios del siglo XX, en la que se entrecruzan la literatura y la política de manera peculiar. En 1903, discutíase en el flamante Senado de la nación el ominoso proyecto de un Tratado de Reciprocidad Comercial con los Estados Unidos. Un eminente jurista: Antonio Sánchez de Bustamante y Sirvén, había sido ganado para la causa de los intereses norteños y defendía, con toda su sagacidad legal y su elegante oratoria forense, aquel documento.
Muchos de los senadores, venales o ingenuos, estaban casi persuadidos de la conveniencia de tal sujeción, pero vino a enfrentársele el tribuno y ensayista Manuel Sanguily quien, el día de la clausura del debate, el 28 de marzo, ripostó, con el verbo frondoso al que estaba acostumbrado y concluyó con un párrafo en el que se valía de aquel pasaje en que el Bachiller Sansón Carrasco, bajo el disfraz del Caballero de la Blanca Luna, derrota al Hidalgo en desigual torneo. Dijo, o mejor, declamó, Sanguily, para rematar sus palabras, dirigiéndose al auditorio, antes de procederse a la votación:
No poseo la fuerza suficiente a decidiros desde luego. Tal vez en breve otra palabra os señalará rumbo distinto y haréis lo que ella dicte. No sentiré amargura ninguna. Lamentaré, sí, por mi patria, por mí, verme en el suelo bajo su lanza de oro; pero entonces, parodiando al más generosos hidalgo que haya concebido maravillosa fantasía, yo le diría con sincero convencimiento: Me alegro de tu triunfo, como amigo; lo siento, como cubano. Por esto sólo, duéleme en lo íntimo del ánima; que tus armas mejores son que las mías; aunque no tu causa. Sí, Caballero de la Blanca Luna, podré reconocerme derribado; pero jamás me harás confesar que no es la más hermosa dama que vieron ojos humanos, la que yo venero y bendigo desde el fondo del corazón atribulado!
El 1 de abril siguiente, en la edición matutina del periódico El Mundo, apareció un soneto, publicado bajo el seudónimo de Grisóstomo:
LA MÁS FERMOSA
Que siga el Caballero su camino
agravios desfaciendo con su lanza;
todo noble tesón al cabo alcanza
fijar las justas leyes del destino.
Cálate el roto yelmo de Mambrino,
y en tu rocín glorioso altivo avanza;
desoye al refranero Sancho Panza
y en tu brazo confía y en tu sino.
No temas la esquivez de la Fortuna:
si el Caballero de la Blanca Luna
medir sus armas con las tuyas osa,
y te derriba por contraria suerte,
de Dulcinea, en ansias de tu muerte
di que siempre será la más fermosa!
El autor del poema era Enrique Hernández Miyares. Nacido el 20 de octubre de 1859, poeta y periodista, durante varios años amigo, y compañero de redacción en La Habana Elegante, de Julián del Casal. Emigrado a Estados Unidos en 1895, fue uno de los redactores de Patria en New York, y poco antes de los hechos que comentamos, en el mismo 1903, había regresado a la Isla.
La derrota del quijotesco Sanguily en el Senado fue tan amarga como ciertos episodios cervantinos. El Tratado fue aprobado por dieciséis votos contra cinco. Los opositores, además de Don Manuel, eran Adolfo Cabello, Eudaldo Tamayo y los camagüeyanos Tomás Recio y Salvador Cisneros Betancourt. El soneto tampoco quedaría sin castigo.
Poco después de aparecer el poema, según Max Henríquez Ureña, un tal José Iñigo Romero, dijo a un grupo de periodistas en la redacción del Diario de la Marina, que el soneto era en realidad copia de uno que formaba parte del volumen Ciento un sonetos, del poeta y académico sevillano Francisco Rodríguez Marín. En la siguiente edición dominical del diario, el periodista español Enrique Corzo y Príncipe (1871-1932), quien firmaba sus colaboraciones con el seudónimo Ruy Díaz, sin más fundamentos, acusó a Hernández de plagiario. Para apoyar a su amigo, Romero publicó después, un supuesto soneto de Rodríguez Marín, fechado en 1895 y titulado “Al eterno Quijote” y a su lado “La más fermosa” para que se viera que sólo diferían en el título y en un par de variantes en el primer cuarteto.
Hernández Miyares casi enloqueció. Como escribió, años después, el propio Henríquez Ureña:
Era para volverse loco, contaba, pues ahí estaban todavía, entre mis papeles, los borradores de La más fermosa, con tachaduras y enmiendas, en papel con membrete del Senado; pero al cabo llegué a la deducción lógica de que toda esa imputación se basaba en una maraña de falsedades, sostenidas con canallezca desfachatez.
Levantóse la polvareda propia de esos casos y se produjo una polémica enconada en la que el autor de “La más fermosa” fue defendido o vilipendiado, pero siempre con la falta de serenidad que impide esclarecer esas conjuras. Algunos se decidieron, por fin, a escribir directamente a Rodríguez Marín, poeta de acento clásico y experto cervantino, para dejar claras las cosas. Algunos de los amigos de Hernández, que lo defendían, pero no estaban totalmente convencidos de su inocencia, decidieron enviar el segundo cuarteto por telégrafo al escritor sevillano, para que dictaminara y el 7 de mayo siguiente, el Diario de la Marina publicó, sin más aclaraciones, el telegrama: “El soneto cuyo segundo cuarteto han telegrafiado no es de Rodríguez Marín. Esto escribió-Reinoso” .
Como afirma en su libro Arpas y clarines, el periodista camagüeyano Oscar Silva Muñoz del Canto, el diario jamás dio a la luz una carta que tenía en su poder del poeta español, que era la verdadera condenación de Ruy Díaz y sus partidarios. Aunque es verdad que el molesto personaje fue alejado enseguida de la redacción del “decano de la prensa cubana” y acabó sus días en Pinar del Río, como fiscal de la Audiencia y al servicio de la dictadura machadista.
Por su parte, José Iñigo Romero, quien, había llegado a Cuba como supuesto represente de unos abogados sevillanos, fue a refugiarse, lo más lejos posible que pudo, en Guantánamo. Allí lo encontró Max Henríquez Ureña en 1905, cuando fue a dictar una conferencia sobre Martí y supo, por sus amigos, que el maledicente incorregible, aseguraba en todas partes que no estaba de acuerdo con la disertación pues “Martí no era un buen poeta” y que el molesto visitante padecía además de una especie de “plagiomanía” y continuamente, en los cafés, emitía acusaciones infundadas contra el escritor que se le antojara. Felizmente, un tiempo después, abandonó definitivamente la Isla.
Hernández Miyares falleció en 1914, cuando todavía quedaban detractores aseguraban que era un plagiario, aunque se le había llegado a ofrecer un banquete como desagravio público. El soneto fue incluido en el tomo de sus poesías que como parte de sus Obras completas publicó José Manuel Carbonell en La Habana en 1915. Este mismo investigador, dio a la luz en 1917 el libro La más fermosa (Historia de un soneto) donde se ponían en su lugar las cosas.
Décadas después, en 1941, cuando Francisco Rodríguez Marín contaba ya ochenta y seis años de edad y gozaba de merecida celebridad como autor de varias ediciones críticas de la narrativa cervantina, publicó una recopilación de sus sonetos, titulada Sonetos sonetiles, en el que se incluye un apéndice con la historia de algunos de ellos. Allí reconoció definitivamente la paternidad de Hernández sobre el poema en disputa y mostró su sorpresa por el silencio del Diario de la Marina que había secuestrado su carta aclaratoria. Lástima que el poeta cubano no estaba ya entre los vivos para escucharle.