Poemas manuscritos, parte del misterio

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En uno de los tradicionales “Sábado del Libro” de la primavera del 2006 se entregó a los lectores la edición de Poemas manuscritos[1] de Eliseo Diego, como si nos autorizaran gentilmente a entrar a su estudio, en cercanía con el momento más íntimo y angustioso del creador: el allanamiento de la página en blanco, los primeros trazados de la pluma sobre el papel, el tránsito del pensamiento a la palabra escrita, en mi opinión la fisura del azar donde se define el poeta.

Antes de entrar propiamente al texto de Poemas manuscritos quisiera apuntar algunos sentimientos y recuerdos que me asaltaron mientras preparaba estas notas. El primero de ellos es que Eliseo no es sólo una personalidad grande de nuestras letras y de la poesía, lo cual ya es bastante, sino también, y entre lo raro porque no abunda, se trata de una figura querida. Su disposición generosa y sencilla ante los secretos de la escritura convertía a los pichones de escritores en discípulos naturales, una rara cualidad entre los literatos cubanos. Por supuesto, no estoy hablando ni por asomo de los consabidos “talleres” de escritores ni tampoco de quienes gozan con sus cohortes de admiradores. Tampoco aludo en este momento a los colegas fraternales y amistades abiertos al intercambio. Me refiero a quienes, sin ningún esfuerzo en particular, atraen el discípulo, lo crean. He tenido la fortuna de conocer a dos, Eliseo Diego y Ezequiel Vieta. Imposible imaginar a dos personas ni a dos intelectuales más distintos entre sí, sin embargo, junto a la coincidencia en sus nombres bíblicos, convergían en su capacidad de desprendimiento en la transmisión de sus hallazgos, en ceder su valioso tiempo y en generar, de manera campechana, aprendices del sagrado oficio.

Paradójicamente, por mucho que me empeño no recuerdo ninguna conversación sobre literatura, con ninguno de los dos. Sin embargo, las hubo. Con Eliseo recuerdo haber hablado de cine negro, de las actrices y actores que admiraba, de Winnie the Pooh, de novelas policíacas, de la colección “El séptimo círculo”, de un detective favorito, el Nigel Strangeways de Nicholas Blake, seudónimo del poeta Cecil Day Lewis y de “plumones”. Más no sólo de plumones, también de lápices, de bolígrafos, de bloks y papeles de diferentes texturas, de cintas de maquina, de gomas y sacapuntas, de centropen y de plumillas, fascinación de Eliseo por los objetos de escritorio hasta llegar a confesarnos que no los usábamos, no tan solo por prevención ahorrativa en cuidado de épocas peores, sino por considerarlos piezas de culto y así se nos secaban, guardados intactos en la gaveta, plumones tan bienamados o amarilleaban sin uso hojas de delicadas tramas.

Esto de los plumones me lleva, por fin, al libro de hoy, Poemas manuscritos, que recoge 47 poemas (retratados, por una parte, en su versión manuscrita y presentados, por otra, en su composición definitiva, es decir, tal como fueron publicados) seleccionados y cotejados con esmero por la hija del poeta, escritora ella misma, Josefina de Diego.

Ojo: es la captura de un instante de la creación y su resultado final, no se trata de una edición facsimilar o la reproducción de un trabajo creativo en su proceso, ni tampoco “las varias etapas” como menciona erradamente la nota de contracubierta, nota que, por imprecisa, pudiera llamar a confusión. Ya puestos en ello, quizás se hubiera necesitado más cuidado y revisión, pues no está al altura de lo que el potencial lector se va a encontrar. Por ejemplo, al decir “una suerte de intento” (aprobado ya el uso de la palabra “suerte”, pero que sigue sonando feo y facilista) queda la impresión de que apenas es un “intento”, algo que no se alcanza, cuando es justo todo lo contrario: habría que alabar al libro por ser un resultado, no un mero intento. Se trata, y en esto hubiera debido haber hecho énfasis la nota, de una labor compilativa realizada con rigor, profesionalidad y amor por parte de Josefina de Diego y que entrega la posibilidad real e inusual de acceder a este momento solitario e intenso de la creación: el nacimiento de la poesía. No es común que se salven estos relámpagos de la creación, los escritores suelen hacerlos desaparecer, y la conservación de estos manuscritos convierte a este libro de Eliseo Diego, en apariencia corriente, en una rareza.

Quiero, pues, encomiar lo obvio y ya dicho: la dedicación y el desvelo que puso Josefina de Diego en este libro, amor al padre, más también a la creación misma, de estirpe familiar, a la preservación de la “especie” casi en peligro de extinción que es la elaboración manual de la literatura. De igual manera cabe ensalzar su ojo critico que apenas en dos párrafos de su presentación, con claridad y concisión dignas de ser emuladas por nuestra crítica contemporánea (enmarañada innecesariamente y que termina por no decir nada) la compiladora y prologuista nos hace compartir cuatro secretos del trabajo literario de Eliseo, consignados con atino y sencillez: “trabajar el poema una y otra vez”, “lo más con menos” , otorgar “a los espacios y a los silencios un valor idéntico a las palabras” y “la perfección en la forma era tan importante como el contenido”.[2]

En la Presentación también se hace notable la semejante ternura ante los artefactos que participan del hecho creador, como efectivamente objetos de culto: por tres veces es mencionada la “maquinita de escribir”, con ese diminutivo cargado de simpatía y complicidad como solo pueden sentirlo los escritores auténticos y sufrientes ante el acto de escribir.

Los Poemas manuscritos son, en efecto, la oportunidad para el lector de allegarse y conocer de primera mano lo que la compiladora llama “la obsesión por la pulcritud en la forma”[3] del poeta en la primera versión manuscrita de un poema que dudo en llamar “borrador” puesto que los versos se presentan nítidos, casi impecables desde su versión prima, muy afiliados a su destino final. Mas que borrador, me gustaría llamarlos “croquis” o bocetos de dibujante, donde en la palabra dibujada asoma la pasión de Eliseo Diego por el oficio no sólo de poeta sino de impresor, forjador de belleza a semejante manera de los antiguos que unían la estética del lenguaje con su expresión plástica.

Como uno de aquellos buenos detectives cerebrales e sagaces que el poeta admiraba el lector puede ir siguiendo las pistas de las modificaciones, las enmiendas, el término que molestó en un momento dado y luego es rescatado, la palabra que es echada a un lado, la coma que se va y ya cambia el sentido, los hábitos (como el cambiar los colores de la pluma en los sucesivos arreglos o usar el color rojo para los títulos, ¿cómo recordatorio quizás para distinguir un apunte de un verso de un texto elegido como título?, rojo también para las fechas y los símbolos de revisión, flechas, encuadres, tachaduras.

Para este comentario he seleccionado el poema “La mancha”, fechado en su versión manuscrita el 24 de febrero de 1976 y recogido en el libro Inventario de asombros publicado en 1982.

Permítanme especular un poco…

Por lo que puede verse a primera vista y compararse entre ambos textos, el título cambia al menos tres veces: el primero, “La casa deshabitada” tal vez revele demasiado, y el poeta busca algo sutil y más encubierto; el segundo “El hueco” puede no sonar del todo bien, da un idea demasiado concreta, incluso noción de profundidad, algo que se puede tocar. Así se llega al definitivo “La mancha” que alude a lo intangible, a la sugerencia de algo que no se sabe a ciencia cierta que pudo ser o no fue.[4]

En el cuerpo del poema se suceden los cambios: usa primero “boda” que después transforma en “abuela”, concepto que, aparte de constituir una imagen mas entrañable nos sumerge en el paso del tiempo, en la antigüedad, en lo remoto. En el segundo verso manuscrito, “sería algún pan que se quedo de luto” pasa a un gerundio que se suma al ritmo del poema y además indica permanencia: el pan no tan solo se quedó sino de alguna manera, “tiesa”, continúa en su tarea de guardar el luto. Después quita el vocablo “cosa” y coloca su lugar buscando precisión “cuadro” y de paso reiterar, recordar, que se trata de una determinada y sabida ausencia.

A continuación vemos que duda entre un inicial “cuidadoso” y “con cuidado” para volver de nuevo a la palabra que escoge definitivamente, “cuidadoso”. En el siguiente verso, el poeta hace una trasformación esencial: ha usado primero el adjetivo “amoroso”, mas no le convence, ¿tal vez porque reduce o ciñe en exceso? Usa, pues, “anhelante”, abriendo de esta forma el abanico de las emociones.

El cambio del tercer verso de la segunda estrofa, es para mí muy significativo: originalmente puede saberse que decía “quién preguntó está bien o lo subimos” que da lugar a “quién preguntó qué tal di vida mía”, con el cual se crea un ámbito de cotidianidad, de lenguaje de hablar en casa, desaparece el acto físico de subir o bajar el cuadro y se sustituye por una expresión conversacional, de diálogo, de comunicación espiritual, y sublimiza con la duda la acción común de colgar un cuadro.

Siguen otros cambios: al eliminar el posesivo “su” y poner a cambió un qué, “qué presente”, una vez más se coloca la interrogación que amplia la dimensión de los narrado de mera afirmación a casi una demanda ontológica.

En la última estrofa se empezaba originalmente con un “solo esta el clavo”, desechado quizás porque materializa demasiado la “nada” de la mancha. El verso “dónde murmura el que jamás murmura”, varía a “dónde murmura el que jamás oímos” hasta quedar con el hermoso e intrigante “Dónde comenta el de la boca fría”. En el antepenúltimo verso es eliminado el adverbio “donde”, probablemente para evitar la repetición y una coma es tachada en azulito como todos los cambios anteriores para articular la frase con una peculiar sintaxis.

Finalmente suprime el vocablo “nadie” que aludiría a una presencia en negativo y lo transforme en “el aire”, de nuevo algo que no se ve, pero está, definitivamente un hallazgo poético.

Esperemos que en algún momento se pudiese hacer una segunda edición, con recursos más exquisitos, donde la letra de los manuscritos no quede en tamaño tan reducido, a ratos, borrosa. Esta compilación podría ser un libro valioso, no sólo por el contenido, sino también por la forma.

Eliseo Diego con estos manuscritos además de dejarnos de herencia el tiempo, nos dejó también el rastro, la huella de su alquimia y, sin lugar a dudas, la continuación del misterio.

[1] Poemas manuscritos, Eliseo Diego, selección y presentación de Josefina de Diego, Editorial Letras Cubanas, 2005, 105 pags.

 

[2] Poemas manuscritos, nota de Presentación de Josefina de Diego, Ob. cit, p. 5.

[3] Ibidem p. 6.

[4] Este es el poema en su versión definitiva. Ob. cit p. 55

 

LA MANCHA

 

Qué cuadro estuvo donde está la mancha,

sería el retrato de una abuela oscura,

sería un paisaje a campo triste y raso,

sería algún pan guardando tieso el luto,

qué cuadro estuvo donde está la nada.

 

Quién cuidadoso lo colgó del clavo,

quién lo miró anhelante desde lejos,

quién preguntó qué tal di vida mía,

quién se secó el sudor de qué presente,

qué puso allí que pudo más la nada.

 

Dónde comenta el de la boca fría,

será en la sala oh baile de la luna,

será en el comedor preside el polvo,

será en el hueco donde duerme el aire

que está el silencio murmurando nada.