Palabras para Carilda Oliver Labra

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De noche. Noche espléndida.

Estábamos en la terraza de un café, bajo el cielo de Matanzas. Había música. Sobre un estrado, una pequeña orquesta tocaba. Escritores extranjeros y algunos cubanos visitábamos la ciudad. Algunos bailaban, otros sentados conversaban, tomando un ron o un daiquiry. Soplaba el aire de fines de febrero. Yo no la conocía, nunca antes en persona la vi. Vestida con traje oscuro, esa noche la veía bailar.

Pese a tanto tiempo transcurrido, lo recuerdo. Como si la viera de nuevo moverse con gracia, echar la rubia cabeza hacia atrás, bailando en brazos del escritor Jaime Sarusky. El recuerdo voluntariamente agrega el verde de sus ojos. Tenía ya publicados dos o tres libros, que le dieron cierto renombre popular. Apenas la había leído. Conocía poco de sus poemas. Más de sus aventuras eróticas, aventuras y rumores. Bastaba pronunciar su nombre, musical y raro, Carilda Oliver Labra, para que la gente, exaltada, repitiera leyendas, inventara erotismos o dijera a medias alguna verdad.

Terminó de sonar aquel bolero, deteniéndose se separaron y se soltaron las manos. Fue un minuto oportuno. Me levanté de un salto de mi puesto de observación y avancé con rapidez. “Jaime, preséntame”. La veo mirarme, sonreír, tenderme la mano. Regresó la música y la invité a bailar un lento bolero que hablaba de un amor fatal.

Así empezó nuestra amistad, que duraría hasta su muerte. A los dos nos gustaba la noche. Éramos un par de noctámbulos en una ocasión propicia. Después, cuando comencé a leerla, encontré en su escritura la mención de la noche una y otra vez, de una noche enemiga, de una noche amistosa, la propicia y la atormentadora. Durante aquella que nos había propiciado encontrarnos, nos sentamos a conversar. Esta conversación no terminó, ninguna, a partir de su aparición, terminaría: quedaban pendientes, en el aire, en espera de reanudarse. Algo nos faltaba, un episodio de nuestras vidas por contar, un autor que citar, un poema que decirnos.

Regresé a La Habana y volví a Matanzas, múltiples veces volví. Iba en auto de alquiler colectivo. Ella fue a La Habana numerosas veces, del mismo modo o en guagua o como invitada oficial a un acto de cultura. Durante aquel primer encuentro nos dijimos donde vivíamos, el nombre de la calle, el número de la casa, lo distante que estaríamos a partir de esa noche inesperada, ella en una ciudad y yo en otra. Pero algo sirvió para comunicarnos, para oír de nuevo nuestras voces, la de Carilda matizada de entonaciones, salidas humorísticas o tristes. Ese algo fue el número de nuestros teléfonos.

No podría decir cuántas veces nos citamos por teléfono. Cuántas veces, siempre de noche, estuve en su casa. Cuántas caminé la Calzada de Tirry o un auto me llevó al número 81. Cuántas toqué en su puerta.

Como es costumbre, la primera vez que llegué, la casa o más bien la antigua mansión de los Oliver Labra, construcción de fines del 19, me sorprendió. Gran puerta claveteada, de doble hoja, grandes ventanas enrejadas, tres o tal vez cuatro, integraban la extensa fachada, de alto puntal.

Ella abrió una puerta pequeña, empotrada en la grande. Anduvimos por el zaguán, al que daba primero la sala, siempre y completamente cerrada, desde la partida y la muerte de sus padres, y terminaba después en la saleta, el lugar donde le gustaba a Carilda Oliver recibir sus visitas.

Su colección de gatos la acompañaba escondiéndose del desconocido, la primera vez tras los muebles, y luego, dejándose ver un poco, cuidadosos, asomando la cabeza de ojos pendencieros, y más tarde, tras la continuidad de mis visitas, saliendo con el ama a saludar al visitante.

Se subían a los sillones vacíos de la saleta, dormitaban o parecían escucharnos. Con las horas supe sus nombres, enfermedades, sus gustos, por qué le faltaba a uno un pedazo de oreja, por qué el otro era sordo o había nacido ciego. Conocí a Mini, grande, jaspeado, gato montés. Cuando leí las páginas que Carilda le dedicó, entre las mejores que escribiera en prosa, conocía de antemano a quien se referían: estaba frente a mí y nos mirábamos fijo.

En la saleta había una mesa de comedor, de madera pulimentada con un largo mantel blanco. Algunas noches comimos en esa mesa. Aprendió a cocinar ya casada con Hugo Ania Mercier. Sobre él, después de su muerte, escribiría algunos poemas, tres sonetos que admiro y casi me sé de memoria. Salíamos al largo patio, al que daban todas las piezas de la casa, pleno de jazmines, galanes de noche, sembrados en macetas, cuidados y florecidos. Ella me daba sus nombres, los mencionaba, se acercaba a olerlos y a acariciarlos. Los gatos iban detrás, dando saltos, corriendo. Comían sobre las losas, comían, guerreaban. La noche es la hora elegida en que maúllan y hacen el amor.

Durante estas visitas de implacables conversaciones, opiniones literarias, recuerdos y aventuras pasadas, confidencias acerca del modo en que escribíamos, durante ellas nos fuimos dando nuestros libros con tiernas y admirativas dedicatorias.

Duraban hasta las once o el inicio de la madrugada, cuando salíamos a la acera, frente a su casa, en busca de un auto que me devolviera a La Habana.

Pasados dos o tres días sonaba el teléfono. Siempre a las once de la noche. “Es Carilda”, me decía su voz, y reanudábamos el diálogo que la partida nos había interrumpido. Hablábamos una o dos horas. Nuestra vida pasaba por el hilo telefónico. Más que en su casa, entre el olor de las plantas del patio y el maullido de algún gato, le preguntaba sobre su vida con mayor intimidad e insistencia que en su propia saleta. Ella hacía lo mismo con la mía.

En una de esas llamadas, el teléfono parecía propiciar otras confidencias, me dijo que quería mandarme, siempre que antes me comprometiera a decirle con entera franqueza cuanto pensaba, una recopilación de sus cuentos. “¿Cuentos? ¿Tú escribes cuentos?”, exclamé estupefacto, y firmé verbalmente el compromiso.

A los pocos días llegaron por correo electrónico.

Quedaba roto uno de sus secretos, guardado a lo largo de cuarenta años. El primero estaba fechado en 1948. Eran ocho en total. Varias noches mi teléfono dejó de sonar. La poeta desplegaba su astucia: me daba tiempo de lectura.

Mantuve encendida la computadora. Debieron pasar tres días, más exactamente, tres noches. No sólo era nuestro hábito conversar, leíamos, escribíamos, trabajábamos en las horas propicias de la noche, hasta entrada la madrugada. La máquina marcaba ochenta páginas. Lo que sumaría el original.

Cuando terminé de leer y sugerirle pequeñas correcciones, como ella me había pedido que hiciera, fui yo entonces quien la llamé. Eran las once y diez cuando terminé de darle mi opinión. Carilda la había escuchado en el mayor de los silencios. “Sin tu ayuda no me atrevería a mostrar a nadie esos cuentos”.

Volvieron a su casa por correo electrónico.

Mi sorpresa se contagió de curiosidad. Me atrajeron aquellos ocho cuentos, bastante extensos, escondidos por tantos años, escritos en el silencio nocturno de su antigua casa matancera, ocultos de la publicidad, que a Carilda Oliver le resultaba ya difícil eludir. Sin duda, durante ese lapso y de vez en cuando, los escribía para sí misma. ¿Dónde los guardaría? ¿En qué pieza de su inmensa casa? ¿En un sobre, en un file, en una carpeta, mientras transcurría el tiempo?

Resulta habitual que un poeta, en algún momento de su labor, se sienta tentado por la prosa, su violento antagonista. Novelistas y dramaturgos excelentes tuvieron su inicio en la poesía, la abandonaron luego, o como en el caso de Carilda Oliver, la hicieron coincidir, a ella, absorbente y díscola, con el resto de su escritura. Si Carilda Oliver resulta semejante en tal coincidencia, no lo es en un punto novedoso e inquietante: el silencio, casi absoluto, sobre su quehacer antagónico.

No obstante y si se aceptan ciertos límites entre los géneros, si las formas literarias son antagónicas: cualquiera que haya escrito poemas sabe que de ese modo no se escribe un relato.

A medida que frecuentaba la poesía de Carilda Oliver, tras la lectura sorprendente de sus narraciones, y pese a las diferencias entre un género y otro, me aguardaban en el conjunto de los ocho cuentos, deliciosas relaciones, resonancias, prolongaciones, repetición de estructuras, principalmente en algunos sonetos y ciertos poemas extensos, el placer de las confluencias, a ratos contradictorias y otras veces complementarias, entre los cuentos desconocidos y su obra poética publicada.

A sus poemas amorosos y eróticos se unen o conjugan, prestan luces, se reflejan como en espejos dobles, varios de estos relatos. En el nombrado “La tarjeta”, que figura entre los breves y extraños, con un final inesperado, la protagonista parece imaginar al amante para amarlo por reminiscencia, mientras que en “Palomo verde”, uno de los mejores, la relación lograda de la pareja se refleja como celosía en la madre del protagonista. O en el relato, tan conseguido, “A la una de la tarde”, la relación sexual furtiva, narrada con franqueza verbal y acierto, termina en una transformación casi mágica, que propicia otra lectura: la de una realidad doble, entre lo imaginario y lo factible. Leer este cuento me acercó a momentos semejantes de su escritura poética, al poema “Elegía en abril” y a otro que ¿casualmente? se llama “Cuento”.

“Deida” y “La calle del Refugio”, me dieron a conocer una faceta de la poeta, cercana a la escritura fantástica. El primero, “Deida”, me gustaría colocarlo dentro de una tradición: la de la mujer impregnada de naturaleza, de la naturaleza como razón sentimental y no como paisaje, tradición en la que figuran otras dos escritoras cubanas, con textos un tanto más complejos pero similares: la Avellaneda de La hija de las flores y la Loynaz de Jardín.

En las tres, una pieza teatral y dos relatos, las protagonistas son adolescentes, ingenuas y rebeldes a la vez. Desde su mundo o condición completamente natural, semejantes a las Claudines de Colette, casi sin quererlo o proponérselo, realizan una crítica de la organización antinatural de la sociedad humana.

“La calle del Refugio” establece con “La tarjeta” un diálogo de semejanzas y de soluciones: ambas parten de un malentendido emocional. En “La calle del Refugio” se busca una compensación imaginaria a la frustración o la soledad amorosa.

No debo pasar por alto dos opiniones, una de ellas quizá resulte más grave que una opinión, con la que ahora, dentro de un instante, cerraré estas palabras.

Le dije a Carilda Oliver, bien por teléfono o en una de nuestras noches en las que mezclábamos secretos, penas, goces imposibles, ilusiones. Lo primero que le dije fue esto: junto a “Palomo verde” y “A la una de la tarde”, otro relato constituye tu trilogía de excelencias. Ese relato es “Mini”.

Imantado me dejó su lectura. Caminé por mi casa acompañado de ese gato montés que, sin embargo, murió de tristeza, al pie de su cama, cuando la narradora abandona la casa por unos meses para hacer un viaje. Relato escrito con seguridad y maestría, ritmo creciente e insospechadas soluciones. Parecido a las viñetas de animales de Jules Renard.

Terminada la lectura de “Mini” le agregué a la autora: nunca antes había visto un gato. Lo familiar se nos ha vuelto extraño, es decir, esencial. En nuestra cuentística sólo encuentro un relato equiparable: “Belisario” de Virgilio Piñera, donde figura un extraordinario tigre.

Finalmente la segunda cosa que le dije tal vez era una confesión o más que una confesión una decepción confiable: es una lástima que hayas escrito tan pocos cuentos. Aunque “Mini”, “Palomo verde” y “A la una de la tarde” puedan figurar, con mucha dignidad, en cualquier antología futura, si insistieras, Carilda, y a estos cuentos agregaras un puñado más, tendríamos en la narrativa cubana una cuentista excelente.

Con estos cuentos confeccionó un pequeño libro, al que le puso el nombre de uno de ellos “A la una de la tarde”. Le mandé o llevé una noche una nota preliminar que ella me pidió y aceptó complacida. De esa nota he tomado algunos apuntes. El libro apareció en 2004, por la editorial Letras Cubanas. Los años, con su inveterada mala costumbre, pasaron, siguieron pasando. Carilda Oliver Labra murió en este mismo 2018. Fui a acompañarla por última vez a Tirry 81. Tengo la ilusión de que se encuentre entre sus papeles póstumos un puñado de cuentos inéditos, ocultos, sin mencionar, escritos durante esto catorce años, como los ocho que me mandó una vez.

Muchas gracias por escucharme.