Jorge Fornet / Discurso de ingreso en la Academia Cubana de la Lengua

Estimada Nancy Morejón, directora de la Academia Cubana de la Lengua; estimados compañeros:

Ante todo debo expresar el honor que significa para mí ser recibido en este sitio y ocupar un lugar junto a tantos colegas a quienes admiro, y cuyas obras han contribuido a enriquecer el ejercicio y estudio de la lengua que hablamos. A algunos, incluso, los tuve como profesores en mis ya lejanos tiempos de estudiante en la Universidad de La Habana. Les agradezco a todos la confianza que depositan en mí al invitarme a integrar esta Academia, y a Roberto Fernández Retamar, maestro, colega y amigo, su generosa disposición a responder este discurso, estímulo adicional para estar a la altura de la encomienda que recibo hoy.

No puedo pasar por alto el privilegio que significa ocupar el sillón que antes perteneciera al poeta, investigador y ensayista Ángel Augier, quien dedicó su larga y fecunda vida –desde que en 1932 apareciera su primer poemario– a la creación literaria y a empeños críticos tales como el estudio de la obra de Nicolás Guillén. La fructífera labor de Augier al frente de la Revista de Literatura Cubana y como vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba favoreció el apoyo a creadores y la difusión de lo más valioso de nuestra literatura. Su consagración a ella es también un reto que asumo esta tarde.

A la alarma que produce saber que uno (ya) cumple los requisitos para ingresar a un sitio como este (“Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”, dice José Emilio Pacheco en su multicitado poema “Antiguos compañeros se reúnen”), le sigue el orgullo de poder trabajar junto a ustedes, colegas de la Academia Cubana de la Lengua, en la admirable tarea que llevan adelante.

De nuevo, muchas gracias.

Permítanme pasar ahora a estas reflexiones sobre la nueva narrativa latinoamericana; ellas forman parte de un trabajo en proceso con el que espero despedirme del tema, al menos como objeto fundamental de mi interés.

En principio resultaría fácil ponernos de acuerdo sobre algunos lugares comunes: que la nueva literatura latinoamericana se caracteriza por la dispersión y que no hay tendencias claramente dominantes; que el concepto mismo de Latinoamérica –y, por extensión, de una literatura que le fuera propia– es puesto en tela de juicio, y que incluso la idea de literaturas nacionales ya no resulta convincente; que el de la violencia es, sigue siendo, uno de los temas más reiterados a lo largo y ancho del continente; que los autores difícilmente traspasan las fronteras que los separan del país vecino, a no ser que primero pasen por los mecanismos consagratorios de los premios y las editoriales españolas; que a los padres (ya casi abuelos) del boom se les respeta, pero que nadie está dispuesto a seguirlos; que la palabra compromiso y lo que ella implicaba recibió merecida sepultura hace ya muchos años; que los nuevos han renunciado a la novela total y optan por historias fragmentadas en que la anécdota suele diluirse; que con frecuencia sus historias se fugan a espacios exóticos y cosmopolitas… Podríamos seguir así, repitiendo clichés sobre los que es muy fácil coincidir; tanto, que no nos queda más remedio que desconfiar de ellos. Sin dejar de responder a una parte de la realidad, cada uno puede ser impugnado con ejemplos categóricos. Lo cierto es que probablemente desde los estertores del boom, la narrativa latinoamericana no había vuelto a recibir tal atención, ni tantos autores habían emergido de forma más o menos simultánea para dar tan contundente sensación de movimiento.

Conviene, entonces, que nos pongamos de acuerdo en algunos puntos básicos antes de intentar adentrarnos en ese corpus a que alude, tramposamente, el tema de estas palabras. Y la trampa inicial radica en que me centraré apenas en ciertas preocupaciones y en algunos autores. Es obvio que solo se puede hablar de la nueva narrativa metonímicamente, tomando la parte por el todo, pues resulta imposible conocer lo que se ha venido publicando por parte de los escritores latinoamericanos en los últimos veinte años. En su libro sobre la narrativa argentina de la postdictadura, por solo citar un caso, Elsa Drucaroff menciona la publicación en su país, entre 1990 y 2007, de unos quinientos títulos de más de doscientos autores nacidos a partir de 1960. No se trata, por tanto, de proponer un inventario exhaustivo ni de intentar cubrir, siquiera, a los más notables, si es que ello fuera posible de discernir en medio de la avalancha en la que estamos inmersos. Por si fuera poco, faltaría incluir a los narradores cubanos –de los que no me ocupo poe el momento–, cuyas especificidades me obligarán a dedicarles un mayor espacio.

Hay una suerte de consenso –al que no he tenido reparos en sumarme– en reconocer como integrantes del corpus englobado bajo la denominación “nuevos narradores latinoamericanos”, a escritores nacidos a partir de 1960 y cuya producción literaria se iniciaría a finales de los años ochenta, pero se haría nutrida y visible en la década siguiente. O sea, la elección de las fechas forma parte de ese consenso que suele pasar por alto –y tal ocultamiento es en sí mismo elocuente– dos referentes históricos concretos. Elegir como puntos de referencia a 1960 y 1990 significa pasar por alto los años que les antecedieron, con toda la carga real y simbólica que ellos suponen: la revolución cubana y la caída del muro de Berlín. Si la primera fue una sacudida que cambió el rumbo de la historia del Continente y supuso, para este, una nueva forma de entenderse a sí mismo (en lo que tuvo un papel significativo, como es natural, el ámbito de la cultura y particularmente de la literatura), la segunda resultó ser el final de una época. De una forma u otra, la manera en que había avanzado la historia latinoamericana a lo largo de treinta años (el sueño revolucionario, las guerrillas, la larga noche de las dictaduras, la recuperación democrática, por mencionar solo algunos de sus aspectos más reconocibles), se transformó radicalmente por efecto de un derrumbe producido a miles de kilómetros de distancia. Ante tantas perplejidades, no es raro que los jóvenes que entonces se iniciaban en la literatura trataran de entender y de narrar el mundo a partir de preguntas que cada vez parecían más ajenas a las que habían motivado a sus padres. Es obvio que esa marca los llevaba a percibir el universo desde una perspectiva totalmente distinta a la de sus antecesores. Por eso no es raro que al hablar de esa nueva narrativa –la que a estas alturas, por cierto, forman ya dos generaciones– se pase por alto la obra (muchas veces excelente) que hoy mismo están produciendo sus predecesores más o menos inmediatos. Digamos que a nadie se le ocurriría mencionar como nuevos narradores, pongamos por caso, a Ricardo Piglia en Argentina, a Diamela Eltit en Chile, tal vez ni siquiera a Juan Villoro en México. No importa que algunos de ellos estén produciendo novelas que calificarían entre las más notables y “novedosas” de sus respectivos países; pertenecen a una suerte de “tercera edad” que los excluye de la nueva narrativa, aun cuando sepamos perfectamente que la edad, en literatura, tiene poco que ver con el año de nacimiento de quienes la escriben.

Hablar, por cierto, de literatura latinoamericana, me delata y pone en evidencia, sin necesidad de añadir más, desde dónde escribo. En un entorno en el que es frecuente escuchar que la literatura latinoamericana no existe (tema sobre el que volveré), asumirla no solo como realmente existente –y considerar que eso es pertinente para poder entenderla–, implica una toma de posición. De todos modos, es preciso reconocer que el concepto y las fronteras de América Latina se han ido modificando. La añeja precisión fronteriza de que nuestra América abarca del Río Bravo a la Patagonia no es ya convincente, desbordada por decenas de millones de personas de origen latino que viven y crean en los Estados Unidos. Pero sería un contrasentido admitir la existencia de tan heterogénea comunidad (afirmada frente a ese Otro con el que coexiste, el de los americans), y negarla entre nuestros propios países.

En el fondo, si bien los nuevos narradores insisten en distanciarse de los compromisos adquiridos por sus predecesores, e identifican lo latinoamericano con características que hubieran sorprendido a sus padres, lo cierto es que no renuncian a su pertenencia a una comunidad que tiene en la América Latina su centro de referencia. Es decir, intentan llenar de un nuevo contenido y dotar de un nuevo sentido lo latinoamericano, pero sin rechazar su existencia y su propia vinculación como escritores a dicha comunidad. Las antologías continentales que han proliferado en el último cuarto de siglo, por ejemplo, aún cuando insistan en establecer distinciones y en levantar sospechas sobre la condición latinoamericana son, en sí mismas, un reconocimiento de su existencia. Cuando nos detenemos a observar cómo ha sido el proceso de aparición y consagración del grupo, nos damos cuenta de la importancia y persistencia de esa red y de las distintas formas en que se ha ido tejiendo. Lo cierto es que los más antologados y premiados de ellos han tenido el privilegio de hacerse visibles como un conjunto empeñado en una tarea común. A veces, de hecho, las posturas más radicales no son sino formas que utilizan los nuevos para irrumpir y posicionarse dentro del ámbito literario, fundar una mitología que los acompañe y suscitar lecturas en torno a esas posiciones y a sus propias obras. He ahí, pues, una paradoja que envuelve a muchos de nuestros autores: desconfían de la condición latinoamericana y de la pertenencia a una literatura más o menos común, pero lamentan la escasa circulación y distribución de sus obras en el continente, así como el hecho de padecer el aplastante hegemonismo editorial español; afirman su condición de ciudadanos, a lo sumo, de sus respectivos países, pero –los más exitosos de ellos– han tenido el privilegio de ser leídos una y otra vez como parte de un frente continental.

En las últimas décadas se ha producido no solo una irrupción masiva de nuevos autores, sino también una favorable acogida de ellos, un espacio propicio de reconocimiento. Tal irrupción parece estimulada por un fenómeno, más que estético, etario; se pregona la edad como si de una cualidad literaria se tratara; la juventud parece convertirse en un valor en sí mismo. Como es natural, hay una simplificación y hasta un interés comercial en este tipo de clasificaciones: se vende a los jóvenes como sinónimo de “novedoso”. Distribuir méritos literarios en virtud de la edad es una forma de intentar diluir el interés por las generaciones precedentes, es decir, administrar la memoria de los lectores y crear en ellos la necesidad o la curiosidad por sus descendientes. Hay también, desde luego, una explicación histórica para esta renovación, el ya mencionado hecho de que nacieron literariamente cuando el mundo parecía haber llegado a lo que aquel apresurado analista denominó el “fin de la historia”. Era natural, por tanto, que esa generación modificara el tema de los debates y preocupaciones que habían alentado a sus padres literarios. Pero, ya lo sabemos, ninguna literatura surge del vacío, y aunque con frecuencia se esfuerce por marcar distancia de sus predecesores, no puede evitar dialogar y polemizar con ellos, así sea para establecer distancias estéticas e ideológicas.

Este esquemático recuento de nuestra reciente historia literaria es ilustrativo del modo en que la literatura puede asumir los retos que cada época le plantea. Pero no nos precipitemos, porque no es menos cierto que los autores de hoy parecen dar fe –tal vez nunca dejaron de hacerlo– del drama de nuestro tiempo. Se valen de él para formular interrogantes incómodas, para desmarcarse de sus padres y para dejar claro el lugar desde el que hablan.

Una última advertencia antes de seguir adelante. No me interesa abordar a los autores que integran este corpus en tanto generación(es), aunque inevitablemente he echado mano al término y volveré a hacerlo, pero más como objeto de estudio que como categoría crítica. Dicho esto, advierto que dichas generaciones han asistido a su propio nacimiento (no pocas veces promovidos por manifiestos, premios y antologías que venían a cumplir la función de esmerados forceps). Así, a partir del propio 1989 hemos visto surgir sucesivamente etiquetas que tienen que ver más con la urgencia de nombrar o de autonombrarse, como modo de hallar un lugar dentro del vasto campo literario continental, que con un fenómeno literario propiamente dicho: grupo Shanghai, generación McOndo, Nueva Narrativa chilena, grupo Crack y Nueva Ola colombiana, para no hablar de engendros tales como post-postboom, junior boom y boomerang. Lo curioso es que la prisa por reconocer y bautizar grupos, se diluiría pasados pocos años. No hay ya, como en los noventa, grupos reconocibles, manifiestos que los distingan, antologías que los proyecten con la fuerza de sus antecesores. Esas formas de posicionarse y de establecer enemigos estéticos e ideológicos, imprescindibles desde finales de los ochenta y durante al menos una década, no han encontrado circunstancias propicias ni un terreno fértil en los últimos quince años; precisamente la distancia que media entre dos generaciones. Ya veremos que en los autores de esta segunda hornada es posible encontrar rasgos que los diferencian de sus antecesores inmediatos, pero lo cierto es que han avanzado sobre el camino abierto por estos y han aprovechado ese cauce sin necesidad de re-posicionarse ni de inventarse nuevos adversarios.

La elección de este corpus –insisto– entraña el riesgo de otorgar valor literario a la edad, rendirnos al encanto de lo nuevo por el hecho de serlo. Algo de eso preocupaba a Martín Caparrós en esa suerte de manifiesto generacional –sobre el que ya tendré ocasión de volver– titulado “Nuevos avances y retrocesos en la nueva novela argentina en lo que va del mes de abril”, publicado en 1989: “La modernidad inventó, entre tantas cosas, otra idea: la de la novedad, lo nuevo como bueno”. Caparrós se muestra “contra la valoración de lo nuevo por serlo” pues “los libros se desembarazan muy fácilmente de su pie de imprenta, y […] es obviamente más ‘moderno’ el Tristram Shandy que casi todo lo que se ha publicado en este país en este siglo.” Me interesa destacar algo que Caparrós llama una constancia o convicción: “para que aparezca un movimiento de nueva narrativa tendría que haber un aparato externo que sirviera como aglutinador. Los grupos o las tendencias literarias raramente aparecen a partir de coincidencias literarias; en general, son confluencias de otro origen –sociales, ideológicas– que terminan por encontrar, a veces con dificultad, otras muy a posteriori, sus coherencias literarias.” En efecto, por paradójico que parezca, la literatura no es el principal aglutinador de los grupos y movimientos literarios aunque estos, con frecuencia, pretendan hacerlo creer. Me parece importante remarcar esa confusión que atribuye cualidades a la cronología, el errático valor del pie de imprenta al que se refiere Caparrós.

Hace diez años, en un artículo titulado “Los caníbales los prefieren jóvenes”, el crítico español Ignacio Echevarría lamentaba el hecho de que, a diferencia de épocas pasadas, sea corriente que en la actualidad el crítico “se acuclille frente al joven retoño”, debido al “ascendente que la juventud ha cobrado en estos tiempos”, y a los deseos “de entenderla y aun adelantarse a sus designios, para participar de algún modo de su promesa de futuro.” Aunque esta tentación viene de antaño, legitimada por la tradicional exaltación de lo nuevo, tal vez no sea casual que se potencie de modo significativo en una época en que el liberalismo económico y político provoca el endiosamiento del mercado, la especulación y el consumo. En ese contexto –en que se valora más al agente literario que al escritor mismo– no es extraño que “la juventud se benefici[e] del trato preferente que le reporta su hegemonía social, su indiscutible protagonismo en el imaginario colectivo. Por lo que a la literatura toca, la juventud es un valor añadido al talento del escritor en ciernes, y un valor tan cotizado, que hasta puede fácilmente usurpar el lugar mismo del talento.”

Hablar de dos generaciones distintas dentro de este corpus no es solo una precisión cronológica y ni siquiera estética, es también una cuestión, digámoslo así, política. No voy a detenerme hoy en las diferencias entre ellas (ni en los cambios producidos en la América Latina entre la última década del siglo pasado y la primera de este), pero debo advertir que los más recientes autores llegaron a la escena literaria cuando el sitio denominado “nueva narrativa latinoamericana” ya estaba ocupado y con pocos visos de que, quienes usufructuaban tal etiqueta, parecieran dispuestos a cederla. Podría decirse, no sin razón, que la historia de la literatura está llena de ese tipo de conflictos. Lo complicado, en este caso, es que las propuestas de los más nuevos –quienes al mismo tiempo se benefician del interés despertado en editores, críticos y lectores por sus hermanos mayores– no logran diferenciarse de ellos con claridad. Hay, sin embargo, atisbos de un cambio de paradigma que, de paso, irá modificando también la escritura y preocupaciones de los predecesores inmediatos.

Vale la pena volver diez años atrás para percibir la tensión que provoca la pertenencia a una categoría tan resbalosa como la de joven escritor latinoamericano. En su intervención en el encuentro de escritores de Sevilla de 2003, el argentino Rodrigo Fresán –precisamente a punto de cumplir cuarenta años– echó mano al título “Apuntes (y algunas notas al pie) para una teoría del estigma: páginas sueltas del posible diario de un casi ex joven escritor sudamericano”. Cuenta allí que en una ocasión tuvo un sueño en el que, aunque conservaba su rostro adulto, volvía a ser un niño de cinco o seis años, estaba en el colegio y los compañeritos le gritaban algo monstruoso, terrible: “¡Joven escritor latinoamericano! ¡Joven escritor latinoamericano!” En medio del sueño corrió a ver a la madre para reclamarle por qué tuvo él que nacer en Argentina, y asegurarle que no quería seguir siendo joven. La respuesta de la madre, ante tantas angustias, fue drástica: le propinó una bofetada y lo mandó a ver al abuelito quien, “detalle perturbador”, cuenta Fresán, “era tan parecido a Sábato que era Sábato”. El abuelo-Sábato le lee entonces al soñador unas páginas recién escritas sobre “el inminente fin del mundo y el apocalipsis” que destruirá, entre otras cosas, a los jóvenes escritores latinoamericanos. Ahí, claro está, Fresán despertó gritando.

No deja de resultar irónico que el punto de referencia de la narrativa latinoamericana, a medio siglo de distancia, siga siendo el boom. Gracias a un incruento parricidio, perceptible en sus declaraciones y manifiestos, los nuevos narradores veneran a los grandes del boom aunque se desmarquen de ellos; los admiran con fervor, si bien ninguno cree que un escritor latinoamericano deba parecerse a tan ilustres antecesores. Basta leer el modo en que se expresa el boliviano Edmundo Paz Soldán en uno de esos congresos de nuevos narradores (Madrid, 2001) en los que, se supone, sus protagonistas llegan con un cuchillo entre los dientes: “Nosotros somos profundos, declarados y agradecidos deudores de Jorge Luis Borges o Mario Vargas Llosa, y tenemos por ahí un cariño especial por Cervantes o Quevedo. Son nuestros clásicos […]. Nos conocemos de memoria todos los trucos de Gabriel García Márquez y hemos caído en ellos de la mejor manera, con ingenuidad y maravilla.” De inmediato, casi como disculpa, advierte que, sin embargo, “hay flujos y reflujos, y a nosotros nos ha tocado darle la espalda a su modo de narrar, que de tan mágico ha terminado por saturarnos y por exotizar a un continente”. Pero gracias a esos mismos flujos y reflujos dice estar seguro de que “ahora mismo hay en algún país latinoamericano un niño, un adolescente, que acaba de leer Cien años de soledad y, todavía preso del influjo, garabatea unas líneas en un cuaderno, las de su primer cuento, y va preparando la insurrección a la insurrección, el paciente regreso de García Márquez.” Ni siquiera a la hora de romper amarras, al momento de impugnar el modelo Macondo, es fácil deshacerse del paradigma garciamarquiano. El colombiano Santiago Gamboa, por su parte, coincide en que no hay ruptura con los predecesores sino, por el contrario, “una imperturbable continuidad […]. Lo nuevo se crea bajo la influencia de lo que ya existe”, de ahí que la única ruptura de importancia se dé, para él, frente a ese tipo de forma literaria que es el realismo mágico.

Hay una explicación para ese respeto que tiene que ver, digámoslo así, con el grado de consanguinidad entre estos y aquellos. Los grandes del boom no serían sus padres sino sus abuelos, lo que supone una leve distorsión genésica de la teoría de Tiniánov según la cual la literatura no evoluciona de padres a hijos, sino de tíos a sobrinos. El saludable parricidio practicado por estos nietos del boom, sin embargo, ha barrido con todo lo que cabe bajo el generoso paraguas de posboom (raramente se les escucha reivindicar a Arenas, Bryce Echenique, Puig, Luis Rafael Sánchez, Sarduy o Skármeta, pongamos por caso), lo que entraña una cuota no pequeña de injusticia, porque todos ellos se empeñaron en marcar distancias de una visión estereotipada de la literatura latinoamericana y en proponer paradigmas distintos a los de sus descomunales predecesores. El primer libro de Piglia, por ejemplo, apareció el mismo año que Cien años de soledad, y su obra no cesó de crecer desde entonces por caminos ajenos a los que, por pereza, asociamos con el boom. Lumpérica, de Diamela Eltit, es contemporánea de La casa de los espíritus. El propio Roberto Bolaño contribuyó a la confusión al decir que el boom, como suele suceder en casi todo, fue al principio muy bueno, muy estimulante, pero su herencia da miedo: “¿Quiénes son los herederos oficiales de García Márquez? Pues Isabel Allende, Laura Restrepo, Luis Sepúlveda y algún otro. […] ¿Y quiénes son los herederos oficiales de Fuentes? ¿Y de Vargas Llosa? En fin, corramos un tupido velo.”

Los grupos literarios –como ya he dicho– se consolidan en esos campos de batalla que son las antologías y los congresos donde se establecen nombres, se validan poéticas, se revelan conflictos y se imponen determinados modos de leer. Fue a través de esos espacios de reconocimiento que los nuevos autores, además, encontraron una caja de resonancia. Para comprobarlo basta asomarse a los catálogos editoriales, los acercamientos críticos, los circuitos de promoción y las publicaciones académicas. Aunque no nos detengamos a describir el “estatuto simbólico” de los momentos más notorios del proceso, conviene citar algunos de ellos. La aparición en 1996 de McOndo, editado por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez (que incluye dieciocho autores de diez países), significó un punto de inflexión y de disputa en el reconocimiento a la nueva generación de escritores. Las horas y las hordas (1997, sesenta y tres autores de catorce países), fue un paso más ambicioso dado por un crítico de renombre como Julio Ortega, quien más de una década después, en 2009, publicaría Nuevo cuento latinoamericano. Antología (con treinta autores de diez países). El español Eduardo Becerra compiló en Líneas aéreas (1999) a setenta autores de veinte países; se trató de una antología asociada con el Congreso de Nuevos Narradores Hispánicos que tuvo lugar en Madrid en mayo de 1999, auspiciado por la editorial Lengua de Trapo, Casa de América y la Dirección General del Libro de España, momento que algunos consideran el acta de bautismo de la nueva generación. Un segundo Congreso en 2001 daría como fruto, ese mismo año, el volumen Desafíos de la ficción (siete autores de seis países). En el ínterin, Fuguet y Edmundo Paz Soldán publicarían Se habla español (2000), compilación de textos narrativos de treinta y seis autores de catorce países, relacionados todos con los Estados Unidos. En 2003, por otra parte, tuvo lugar el Congreso de Sevilla convocado por Seix Barral, para el cual fueron invitados once jóvenes autores de seis países bajo la tutela de Guillermo Cabrera Infante y Roberto Bolaño; una secuela de ese encuentro fue la aparición, al año siguiente, del libro Palabra de América. Podríamos cerrar este sucinto recorrido con la convocatoria del encuentro Bogotá 39, que en 2007 reunió a treinta y nueve autores de diecisiete países, auspiciado por los organizadores del británico Hay Festival y por la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá, como parte de la celebración de esta ciudad como Capital Mundial del Libro. La iniciativa, ingeniosa y provocadora, generó de inmediato una saludable reacción que estimuló el debate no solo sobre la selección propiamente dicha sino también sobre la nueva narrativa en sentido más amplio.

Lo cierto es que la fascinación por los congresos y encuentros de escritores es tal que ha llegado a convertirse en materia literaria. Una divertida novela del británico David Lodge, El mundo es un pañuelo, ironiza a costa de ese fenómeno. También Necrópolis, de Santiago Gamboa, y La disciplina de la vanidad, del peruano Iván Thays, se desarrollan en congresos de escritores. Y el argentino César Aira no tuvo reparos en titular El congreso de literatura su novela sobre el tema. El narrador y protagonista de ella es un científico experto en clonación que se describe a sí mismo como “el típico Sabio Loco de los dibujos animados”, empeñado en “extender mi dominio al mundo entero”, y para ello usa el disfraz de la literatura. Después de enriquecerse casi de forma accidental en las primeras páginas de la novela, asiste a un Congreso de Literatura en la ciudad venezolana de Mérida. Su intención real –una vez realizadas exitosas pruebas con animales– es clonar seres humanos, pero no a cualquiera, desde luego, sino a un ser superior, un Genio: Carlos Fuentes. De modo que auxiliado por una avispa clónica arranca una célula del célebre escritor. Una semana después, cuando acaba el congreso y el proceso de clonación llega a su fin, la ciudad se ve invadida por cientos de colosales gusanos azules: la avispa, en su errática búsqueda de la célula, no había arrancado una del escritor sino de su corbata. Por fortuna el narrador logra destruir los gusanos y salvar la ciudad. La chistosa anécdota puede ser entendida como el frustrado intento por repetir la impronta de los grandes autores (y, no casualmente, uno de los cuatro pilares del boom). Es decir que, en materia literaria, el sueño de la clonación engendra monstruos.

Congresos y antologías proponen, como es natural, un inventario de nombres, eso que, en otro contexto, Umberto Eco denominaba “el vértigo de las listas”, y que ejemplificaba con el borgiano modelo de “La biblioteca de Babel”. Intentando precisar los contornos del corpus, o destacar a los autores más relevantes, es posible encontrar –aparte de las listas que proveen encuentros y compilaciones– otras que van desde el rigor académico hasta el más festinado envión comercial. En ese espectro caben por igual los más de sesenta nuevos narradores que integran el número de la revista Nuevo Texto Crítico, de la Universidad de Stanford, dedicado a “La narrativa del milenio” (41-42, 2008), que los veintidós que propone la selección de la revista Granta en 2010, que el inventario de setenta y nueve nombres que Jorge Volpi ofrece ese mismo año en El insomnio de Bolívar, que “Los 25 secretos mejor guardados de América Latina”, propuestos por la Feria del Libro de Guadalajara en 2011. A fin de cuentas, los listados son un mal necesario, orientan a la vez que confunden y distorsionan el corpus. Son útiles y hasta imprescindibles, pero al mismo tiempo son la antítesis de aquello que –citando a Valéry– decía el mismo Borges al inicio de “La flor de Coleridge”: se debería poder hacer la historia de la literatura sin mencionar un solo escritor.

Es ya un lugar común que al hablar de lo ocurrido en los noventa debamos detenernos precisamente en una antología que ya mencioné y que ha resultado uno de los puntos de referencia obligados de la nueva literatura: McOndo, preparada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez en 1996. El volumen (lo he recordado en otra ocasión y lo reitero) nace de una narración, un mito de origen que se genera en el International Writer’s Workshop de la Universidad de Iowa. Fue allí, según el prólogo (“Presentación del país McOndo”), donde la flamante literatura latinoamericana cobró conciencia de serlo. No, ellos no eran lo que los editores estadunidenses esperaban; eran “post-todo: post-moderno, post-yuppie, post-comunismo, post-babyboom, post capa de ozono. Aquí no hay realismo mágico”, aseguraban, “hay realismo virtual”. Y para ellos, querían dejarlo claro, “el gran tema de la identidad latinoamericana (¿quienes somos?) pareció dejar paso al tema de la identidad personal (¿quién soy?).”

Un segundo hito no menos celebrado: coincidiendo con la salida de McOndo, y al otro extremo del continente, un grupo de jóvenes narradores mexicanos decidió presentar sus credenciales bajo la denominación de Crack, lo que los convertía –según Fuentes– en “la primera generación literaria que se da un nombre propio después del boom”, si bien, valga recordarlo, el boom no se nombró a sí mismo. La lectura de su manifiesto y las respuestas que suscitó eran propios de las pugnas que se establecen dentro del campo literario por acceder a espacios de reconocimiento, y no habría tenido mayor trascendencia fuera del ámbito nacional de no ser porque varios años después uno de sus integrantes, Jorge Volpi, obtendría el renacido Premio Biblioteca Breve (emblema del boom) con En busca de Klingsor, y al año siguiente Ignacio Padilla ganaría con Amphitryon el Premio Primavera. Ambas, por cierto, se insertan en la tradición de las novelas totales, desarrollan universos “apátridas” y ubican el presente de sus respectivas tramas en 1989, es decir, en un instante de inflexión de la historia universal. Lo cierto es que a partir de entonces el grupo y el manifiesto cobrarían una notoriedad retroactiva.

Si uno llegara a creer que la renovación de nuestra literatura vino de la mano de McOndo o del Crack; si pensara que esos gestos pretendidamente parricidas, más cercanos al ímpetu neoliberal de mediados de la década del noventa que a propuestas de transformación profundas, significaron un verdadero punto de inflexión, se engañaría. Tuvieron la virtud –ya lo hemos visto– de llamar la atención sobre un grupo de jóvenes narradores que se proponían a sí mismos como protagonistas de un cambio. Un antecedente notable de las posiciones y propuestas de ambos grupos –y, sin embargo, poco citado fuera de Argentina– fue el ya mentado artículo de Martín Caparrós “Nuevos avances y retrocesos en la nueva novela argentina en lo que va del mes de abril”, leído en un seminario sobre “Novela argentina y española en los ‘80” y publicado en la revista Babel en 1989. El tono y el espacio de publicación propició que fuera leído como una suerte de manifiesto del autodenominado grupo Shanghai, nucleado en torno a Babel e integrado, entre otros, por Sergio Chejfec, Luis Chitarroni, Daniel Guebel, Alan Pauls, Matilde Sánchez y su propio autor. Mucho más beligerante que sus sucesores, Caparrós llega a ser despiadado con lo que llama la generación del 60. En cierto momento se refiere a aquella época como la de la “literatura Roger Rabitt”, en alusión a una película bastante posterior en la que, como se recordará, el protagonista, interpretado por Bob Hoskins, interactuaba todo el tiempo con dibujos animados. En consecuencia, la literatura Roger Rabitt era propia de una época –dice Caparrós– en que “la ficción literaria estaba dispuesta a interactuar valientemente con la vida, a rectificarla, a revelarle la verdad, a encauzarla.” Pero lo más hiriente (y gracioso) viene de inmediato, al asegurar que “Hollywood lo tuvo, como de costumbre, más claro”, y que “algunas de las más claras obras Roger Rabitt tienen origen caribeño, o inspiración de tal calaña.” Por si fuera poco, atribuye a Rayuela anchos flancos Roger Rabitt, y da aún otro paso: “convengamos en que cualquier película de Travolta consiguió bastante más, con mucho menos esfuerzo.”

A partir de esa andanada, dispuesta a no dejar títere con cabeza, está listo para reivindicar a los autores que le interesan, pues un manifiesto no solo debe dejar claro quiénes son los enemigos, sino también quiénes los capacitados para llevar adelante las nuevas propuestas. Y en este caso son aquellos que a principios de los ochenta, dejando de lado la narrativa Roger Rabitt, intentaron “hacer del desierto, del vacío pampeano, un demasiado lleno, un lugar de la hipercivilización”. Entre las estrategias del grupo menciona varias que serían reivindicadas por sus sucesores: el ya mentado extrañamiento, el uso de escenarios lejanos, mediatizados por la voluntad del autor, la desconfianza ante los grandes temas y la totalidad, el trabajo con lo fragmentario y los espacios incompletos, lo intersticial; contra el orden, por la digresión y la ruptura de la linealidad; a favor de la risa, la parodia, el descreimiento, la manipulación de los géneros, la cita, la referencia intraliteraria. Y para que ello sea válido siente la necesidad de demoler una estética y, sobre todo, una postura: “Ya lo sabemos: en la Argentina, cuerpos fueron agredidos, mutilados, corrompidos y, sobre todo, ocultados, desaparecidos. Hubo textos en los setenta y ochenta, que lavaron las manos de sus conciencias hablando, parloteando de ese inefable; llegó a haber, en algún caso, una suerte de obscenidad, de pornografía de la desaparición. […] Creo que, en nuestras novelas, los cuerpos están elididos, desenfocados, inhallables.”

No era dable imaginar que pudieran expresarse tales cosas sin despertar respuestas no menos contundentes. “Como parte del exitoso proyecto cultural de la dictadura, se rompieron los canales que vinculaban a los lectores argentinos con los textos de sus escritores”, dice Ana María Shua citada por Drucaroff, quien considera que esa literatura dirigida a iniciados, que hablaba de cualquier cosa lejana e ingeniosa con tal de eludir conflictos y ejercitaba una cruzada contra la literatura que “reflejaba” la realidad argentina, “era el último triunfo de la dictadura militar.”

Tres años después del artículo-manifiesto de Caparrós, el escritor chileno Jaime Collyer publicó en la revista Apsi una columna titulada “Casus belli: todo el poder para nosotros”, en el que dejaba claro que la llamada nueva narrativa chilena acababa de irrumpir en escena para no abandonarla: “ahora los maestros somos nosotros”, clamaba. “Nos criamos a patadas, algunos de nosotros a culatazos, bajo la indiferencia generalizada”, advertía Collyer, “pero somos generosos. No habrá más revanchas que la estrictamente literaria.” Adelantándose a lo que repetirían los ya inminentes McOndo y Crack, reconocía que los miembros de su generación eran “cosmopolitas y universales, internacionalistas, hasta la médula” y reproducirían a su modo, “en nuestro agitado fin de siglo, el auge de las décadas pasadas. El boom de la literatura hispanoamericana ha muerto, ¡que viva el boom!” Menciona casi una treintena de nombres, que son parte de quienes configuran “nuestras divisiones”. Y añadía, beligerante: “Peleamos a cara descubierta y vamos a la toma de poder, como aconsejaba papá Sartre.” A los maestros de las generaciones precedentes “vamos a desalojarlos de la escena literaria a parrafadas y/o patadas, según sea el caso. Luego puede que les rindamos algún homenaje, como a los buenos boxeadores […] que saben retirarse a tiempo.” Varias semanas más tarde, ante la previsible respuesta (confiesa, no sin sorna, la íntima satisfacción que le produjo la réplica de Jorge Edwards), y el hecho de que su texto adquiriera “un improvisado carácter de manifiesto generacional”, publicó otro de tono más moderado: “El guante sobre la mesa”. Ahora habla de la renuncia de su generación –con excepciones– “a los parámetros del realismo mágico y a la pretensión abrumadora de escribir la ‘novela total’.” Su estrategia narrativa, precisa, “desecha voluntariamente la ruptura sintáctica, las enumeraciones caóticas y otros alardes experimentales, para refugiarnos en cierta economía de medios y la narración lineal, minimalista, neutral.” El camino estaba despejado para la aparición de McOndo.

En Los gauchos irónicos Juan Terranova recordaba que en la “declaración” que sirve de prólogo a Evaristo Carriego, Borges incluía las antologías entre las “instituciones piadosas de nuestras letras” junto con los cursos de declamación y las más confiables historias de la literatura nacional. La boutade tiene algo de cierto, pero las antologías, como los congresos literarios, los manifiestos y los listados de autores son también –como ya señalé– verdaderos campos de batalla, espacios de autoafirmación que dictan salvaciones y excomuniones. Toda literatura que se precie de serlo los necesita. Todo aquel que los estudie debe desconfiar de ellos.

Es preciso recordar que los escritores nacidos en la década del sesenta, a los que hasta aquí, generosamente, he hecho pasar por jóvenes, han dejado de serlo hace varios años. Quedaron atrás los tiempos en que escribían ardorosos manifiestos y se inventaban adversarios; ahora toca, más bien, mirar hacia atrás y hacer un balance de lo realizado. Varios de los personajes de esta narrativa, al llegar a cierta edad, deben hacer lo mismo. Las muertes paralelas, del chileno Sergio Missana, se inicia cuando su protagonista, Tomás Ugarte, consciente de haber cruzado un umbral y llegado a la edad bisagra de cuarenta años, decide empezar de nuevo o dar un vuelco a su vida, dejar el trabajo, mudarse de apartamento y recorrer mundo; a partir de ese momento, sin imaginarlo, se encontrará con sus varios destinos. En la novela del colombiano Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer, el narrador asegura haber leído en alguna parte que un hombre debe contar la historia de su vida a los cuarenta años, de modo que él comienza a hacerlo ahora que ese plazo perentorio se le viene encima. En todos los casos se hace evidente que queda atrás una etapa y que es necesario repensar las cosas y repensarse a sí mismos.

El tema de la paternidad es especialmente importante en la novela de Vásquez, y hay en ella algunas referencias que no puedo pasar por alto. En cierto momento un personaje le muestra al protagonista un número de la revista bogotana Cromos, de noviembre de 1968, con un reportaje sobre “La tragedia de Santa Ana”, el accidente aéreo que había conmovido a Colombia treinta años antes. Ese artículo –cuyo autor no se especifica pero se sugiere– es el primer regalo que el padre de aquel personaje le hizo a la que sería la madre, para mostrarle de dónde venía. Se titula “Bogotá estaba de fiesta”, y casi se inicia así: “Muchos años después, recordando ese día aciago, Julio Laverde hablaría sobre todo de las banderas. Recordaría a su padre llevándolo a pie desde la casa de la familia hasta el Campo de Marte […]” Ya antes, Héctor Abad había hecho algo similar en su novela Basura: “Yo no sé cuándo conocí el hielo pues yo nací en los tiempos de la nevera. Me acuerdo, sí, de una mañana en que mi padre me llevó a conocer un muerto. Medellín, entonces, no era ninguna aldea […]”. La alusión, en ambos casos, es bastante obvia. Luego en la novela de Vásquez aparecerá una referencia directa e irónica a Cien años de soledad.

Esa tensa relación que un autor establece con su propia tradición literaria y sobre todo con aquellos nombres que pesan como losas sobre los hombros de los contemporáneos, aparece en otra novela de Vásquez de forma no menos irónica. Consciente de que va a contar una historia por momentos increíble, el narrador de Historia secreta de Costaguana dice dirigiéndose a su hija: “Tranquilízate, querida Eloísa: éste no es uno de esos libros donde los muertos hablan, ni las mujeres hermosas suben al cielo, ni los curas se levantan del suelo al tomar un brebaje caliente.” Y en un segundo momento dice el narrador, apartándose ahora de García Márquez y parodiando a otro de nuestros clásicos: “Vine a Colón porque me dijeron que aquí encontraría a mi padre, el conocido Miguel Altamirano”. Las referencias abiertas o veladas a los dos comienzos más célebres de la novela latinoamericana, por cierto, son sorprendentes. Como botón de muestra podría recordar que Rodrigo Fresán parodia en Mantra todo el inicio de Pedro Páramo en versión cibernética. En Efectos secundarios, Rosa Beltrán inicia el capítulo final exactamente como lo hiciera Pedro Páramo, y así continúa durante varias páginas hasta terminar, en la cuerda rulfiana: “Nos hemos convertido en un rencor vivo.” Sergio Gómez, por su parte, comienza su novela La obra literaria de Mario Valdini, del siguiente modo: “Vine a Vertiente Baquedano porque me dijeron que aquí podría escribir tranquilo.” Y en el texto de Bolaño “Los mitos de Chtulhu”, otro que no deja títere con cabeza, rinde, sin embargo, este homenaje: “Sepan. A manderecha del poste rutinario, viniendo, claro está, desde el nornoroeste, allí mero donde se aburre una osamenta, se puede divisar ya Comala, la ciudad de la muerte. Hacia esa ciudad se dirige montado en un asno este discurso magistral y hacia esa ciudad me dirijo yo y todos ustedes, de una u otra manera, con mayor o menor alevosía.”

Cabe preguntarse, más allá de la parodia misma, por qué tal insistencia en la cita o el uso de tales inicios. Podríamos decir, simplemente, que son literariamente impecables, contundentes e inolvidables. Pero con seguridad tal recurrencia se debe a algo más. Una similitud evidente es que ambos hablan de una relación con el padre, que se establece en un momento de crisis vital, cuando se está frente al pelotón de fusilamiento (en el caso de Aureliano Buendía) o cuando ya se ha muerto (en el de Juan Preciado). La historia de ambas arranca de esa puesta en abismo frente al padre. Sin embargo, las relaciones que establecen los personajes con sus respectivos padres son radicalmente opuestas: en el caso de Aureliano Buendía, la figura paterna evoca un descubrimiento, una iniciación, mientras que en el de Juan Preciado se trata de un tardío ajuste de cuentas. Por supuesto que ello implica también modos de relacionarse con el pasado, con la historia, e incluso con los padres literarios. Lo opuesto de esa admiración con escasas reservas sería la admiración burlona del cuento de Fresán “Histeria argentina II”, cuyo protagonista es abandonado por su novia. Persiguiéndola, el personaje “se llevó por delante a un anciano. El hombre voló por los aires aferrado a su bastón y lanzando grititos entrecortados. Cayó boca arriba y entonces descubrió que casi había matado a Jorge Luis Borges. Justicia poética, pensó entonces.” Un testigo del incidente, cuenta después, le recriminaba la inconciencia con un “pero, che, es una de las glorias de las letras argentinas, pibe”. Para él, sin embargo, Borges, boca arriba, con el bastón cruzado sobre el pecho y abriendo y cerrando la boca, parecía “uno de esos canarios que ponen en las minas de carbón para detectar la falta de oxígeno.” De él recordaba, sobre todo, “la gracia de sus evoluciones acrobáticas”.

Hay un tipo de tensión entre estos narradores y quienes les antecedieron que rebasa las cuestiones estilísticas o el desafío al hegemonismo del realismo mágico en que se centraban los de McOndo y el Crack. Es una cuestión de otra índole que el mexicano Alberto Chimal resume como la sensación de “llegar tarde” a la que se refieren muchos de los textos de sus contemporáneos. Según él, en cuentos y novelas de los noventa debe haber leído al menos una docena de veces frases del tipo “La fiesta comenzó sin nosotros”, triste constatación de que los autores se referían a la vida de sus padres o sus hermanos mayores, es decir, a los grandes acontecimientos de los años sesenta y de sus primeros años de infancia, y no a lo que pasaba ante sus narices: “Llegaron tarde –llegamos tarde– dos veces.” Y convocadas a hablar sobre la experiencia de haber nacido en aquella década, otras dos compatriotas suyas repetían ideas similares. Ana García Bergua no puede desprenderse de “la calamidad de ser de los sesenta”, cuya consecuencia más inmediata fue que “cuando tuvimos la edad para entrar a la fiesta, ya no era tan divertida.” Y para Adriana Díaz Enciso la experiencia de haber nacido entonces “fue la convicción de haber llegado tarde para todo.” En consecuencia le tocó la desgracia de ser adolescente en los años ochenta, cuando “el mundo estaba muerto; se había quedado sin ideales, sin afanes libertarios, sin poesía incluso, gobernado por una superficialidad y un mal gusto sin límites.”

“Padre apocalíptico, hijo integrado”, parodia el narrador de Sueños digitales, de Edmundo Paz Soldán, y esa parece ser en buena medida la oposición que se reitera en muchos de los textos de esta época. O en otra variante, los hijos le reprochan a los padres el hecho de haber sido primero apocalípticos y luego integrados. En Mantra, Fresán aprovecha para desmarcarse de aquellos “tiempos en que se mataba y moría para que el mundo fuera mejor”, como pensaban sus padres y los amigos de estos, muchos de los cuales “se convirtieron en todo aquello que aniquiló a muchos de ellos.” Los ve ahora “gastados y sonriendo, ahorcados por la seda de sus corbatas importadas, fusilados por las balas perdidas de su pasado y haciendo mala memoria en voz alta […] como si estuvieran seguros de cómo iba la música pero no de la letra de esa canción que alguna vez se supieron de memoria.”

Vale la pena, en este contexto, recordar que la literatura occidental se fundó sobre dos grandes modelos: Aquiles, el personaje que está en el centro de la historia y en no poca medida contribuye a empujarla, y Odiseo, el que está de regreso, el que vivió la intensidad de su tiempo y huye de esa misma historia, y cuya fuga hacia lo privado, hacia el hogar, implica el pago de un alto precio. La mayor parte de los personajes que pueblan nuestra literatura están más cerca de este modelo que del de Aquiles, es decir, huyen de la historia, pero al hacerlo no pueden evitar huir de sus propios padres y pagar, también, el precio que les corresponde.

Varios narradores chilenos han establecido con particular fuerza el llamado “discurso de los hijos”. Uno de los más leídos entre ellos, Alejandro Zambra, cuestionaba el tipo de lectura que le correspondía a esa generación, al reseñar el libro de Pilar Donoso Correr el tupido velo, en que esta responde al diario que su padre escribió durante treinta años y fue publicado quince después de su muerte: “¿Qué se hace con los libros escritos por el padre? ¿Solamente leerlos y aceptarlos?”, se pregunta Zambra, para añadir: “La mera existencia de esas novelas es un llamado a escribir la historia propia […]. Es necesario leer esos libros y también es necesario dejar de leerlos. Olvidarlos o llenarlos de notas en los márgenes. Corregirlos, sobre todo: corregirlos con amor y distancia.” Zambra reconoce que el libro de Pilar Donoso le interesa mucho más que las novelas de su padre: “quienes nacimos a comienzos de la dictadura crecimos buscando y contando la historia de nuestros padres y tardamos demasiado en comprender que también teníamos una historia propia.” Y el comienzo de Formas de volver a casa, del propio Zambra, no puede ser más ilusrativo: “Una vez me perdí. A los seis o siete años. Venía distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero enseguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos […] pensé que se habían perdido. Que yo sabía regresar a casa y ellos no.” Luego la madre, con los ojos llorosos, le dijo que había tomado otro camino; “son ustedes los que tomaron otro camino, pensaba yo, pero no lo decía.”

Pese a lo que pueda pensarse –si uno se toma al pie de la letra el decálogo de algunos narradores de este tiempo–, se están escribiendo hoy mismo algunas excelentes novelas históricas que, como es habitual en el género, interrogan el pasado para arrojar luz sobre el presente. Me detendré, por ahora, en un solo ejemplo. Historia secreta de Costaguana, la ya mentada obra de Juan Gabriel Vásquez, se afilia a la tradición de las tantísimas novelas que abordan el drama de la violencia en Colombia (y no me refiero a la provocada por el narcotráfico, que tiene ya su propia secuela, sino a aquella otra que arranca de mucho más atrás, con las guerras entre liberales y conservadores del siglo xix). Se cruzan aquí dos historias: la de la construcción del ferrocarril y luego del canal interoceánico por el Istmo de Panamá (entonces provincia colombiana) y la de Joseph Conrad y su novela Nostromo. El punto en que ambas se encuentran es el narrador, oscuro personaje que resulta ser testigo de profundas convulsiones históricas y que tiene el privilegio (dudoso, según podrá verse) de conocer a Conrad. A la larga, aquel personaje será doblemente estafado, tanto por los sucesos ocurridos en Panamá con el auxilio de las cañoneras norteamericanas, como por el escritor polaco que le expropia y desvirtúa la historia de su vida para fundar la literaria República de Costaguana. Leído irónicamente, como debe hacerse, el colombiano utiliza a este icónico exiliado de la lengua, al autor que se convirtió en clásico de una lengua extranjera, como símbolo supremo del escritor que se apropia de la obra y la tradición de los otros. Conrad, en efecto, irrumpió de manera intempestiva en un territorio ajeno y lo saqueó. La imagen del escritor envilecido por el robo de ideas y textos de otros metaforiza, en verdad, la de un proceder perfectamente legítimo en el campo literario porque todo gran autor, ya lo sabemos, vive de devorar a sus predecesores.

De cierta manera, la nueva narativa latinoamericana sigue una línea similar. Sus más ilustres representantes pretenden romper con el tiempo y la literatura de sus abuelos y de sus padres, ese momento que suelen dar por clausurado. No hay nada que reprochar en eso, pero en la práctica, es del diálogo que establecen con aquellos –por momentos contemporizador, con frecuencia crispado–, de donde nacen, al margen de clichés y desencuentros, sus propuestas más apasionadas y productivas.

Me temo que desde hace varias páginas agoté la paciencia de todos, de modo que detengo en este punto una lectura que podría extenderse más allá de lo tolerable. Concluyo, pues, estimados colegas de la Academia Cubana de la Lengua, reiterándoles mi gratitud por recibirme hoy entre ustedes.