Palabras para Reinaldo Montero/ Por: Antón Arrufat

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Estas palabras son un elogio. Son más cortas de lo que debieran ser. Quien las escribe, que tiene fama de remiso al elogio, no quisiera serlo esta vez, en este caso: personalmente estima a Reinaldo Montero, ha leído su obra, que ya empieza a ser extensa y diversa, y espera que siga su brillante expansión multiforme. Pero algo sorprendente le ha sucedido a su lector.
En el Pabellón Borges le acaban de diagnosticar, es decir, le acaban de nombrar, lo que le gusta mucho hacer con los sucesos de la vida, a él y a Reinaldo Montero, escritores al fin de cuentas, los síntomas que padecen sus ojos, la causa de sus alucinaciones visuales, no mentales, con el ya clásico calificativo de “síndrome de Charles Bonnet”. Calificativo casi ignorado por la ciencia en nuestro país. Algo que le ocurre a los ojos de los ancianos, y que los obliga, a ellos, apasionados por ver el final de las cosas, a trabajar mucho menos, y a dedicar su tiempo a prepararse para una futura intervención, quizá salvadora.
Cuando las alucinaciones de sus ojos lo olvidaban un poco, escribió estas breves palabras de recibimiento en la Academia, y ha leído también, con gusto y admiración, la más reciente novela escrita por Reinaldo Montero, El viaje circular, publicada por Harper-Collins, este mismo año.
A semejanza de numerosos escritores y artistas cubanos, nació Reinaldo Montero en provincia. En varios de sus libros se nombra a Santa Clara, a Cienfuegos, y por último, en los datos bibliográficos sobre el autor, en esa espléndida novela, La visita de la infanta, a La Habana. No obstante, en sus piezas teatrales, unas doce publicadas y estrenadas, casi siempre aparece su nacimiento en un pueblito del municipio de Palmira, con paisajes y aguas naturales, y nombre impresionante, Ciego Montero: cosa extraña: cazador que no ve y debe cazar de otro modo. Nombre que sin duda ha de hallarse circundado por una leyenda.
A la crítica cubana, bastante perezosa, no le preocupan los nombres de tales pueblos que aparecen en los datos biográficos de autores que dice estudiar. Si tuviera poder para inquietarse, a mi modo de ver tres artistas bastarían: Wifredo Lam, Carlos Loveira, Alejandro García Caturla. Menciono un hecho que podría resultar más sorprendente aún: parte de nuestro teatro del siglo pasado fue escrito por autores que nacieron y vivieron en provincia. Para el caso, dos basta citar: Virgilio Piñera, José Triana. ¿Nada permaneció en ellos de sus vidas en tales lugares –Camagüey, Bayamó–, quedar o rechazar, que ambas pueden ser maneras de influir, y al mismo tiempo aparecer en sus obras o modo de comportarse cuando vinieron a vivir a La Habana, a la que nombraban “la Capital”?
Se hicieron habaneros, como los otros, y creo que no dejaron de serlo. Cito unas líneas que he escrito antes y que no vienen mal ahora. “Hay asombros, hay miedos, hay descubrimientos, hay terrores, hay delicias que solo una ciudad puede proporcionar, que son obra exclusiva de la existencia urbana. Se deja de ser muchacho de provincia, habitar en casas sin escaleras, ir a pie a casi todos los lugares, encontrarse de pronto con el paisaje natural tan cercano, y en cambio, aprender, en su lugar, las prácticas de la vida nocturna”.
Ahora bien, estos jóvenes que abandonaron Ciego Montero, Bayamo, Sagua la Grande, ¿dejaron para siempre de ser lo que fueron en un momento de sus existencias? Quizá hay experiencias compartidas. No se deja de ser del pueblo en que se nació, donde se vivió la infancia, se fue a la escuela, hacerlo hubiera sido un empobrecimiento, hasta un error, se vive la ciudad con ojos, diré distanciados, sin dejarse ganar del todo, pero sin duda, La Habana ocupará un enorme espacio dentro de ellos.
Reinaldo Montero terminó la carrera de Filología en la Universidad de La Habana, y al año siguiente entró a trabajar como asesor en Teatro Estudio. Corría el año 1979. Contaba 27 años de edad. Formar parte de Teatro Estudio debió ser un significativo momento en su afanosa necesidad de acercarse al teatro, respirarlo de cerca, no solamente escribirlo, también sentir el aire de su enigma. Ya tenía escritas varias obras, que luego publicaría, y que la crítica teatral, siempre tan dadivosa con los jóvenes autores, juzgaría piezas de principiante. En Teatro Estudio fue donde durante varios años, rodeado, conviviendo con quienes participaban de su pasión, mezclados a los intereses que lo inducían a escribir, pudo desarrollar su condición de dramaturgo, frotarse con las puestas en escena, conversar con directores, discutir, polemizar, asesorar, ver cómo textos al principio sólo verbales, en apariencia simples palabras con un oculto misterio, se convertían en algo físico, en una escena. De más de treinta de estos estrenos, fungió como asesor, Galileo Galilei, Aire Frío, Lisístrata, Macbeth, fueron algunos. Escribió notas en los programas, impartió clases a los actores, revisó textos de traducciones.
Dentro de este espléndido quehacer, lleno de semejanzas y contradicciones, Reinaldo Montero consideraría un hecho, por si mismo lo consideraría excepcional, un obsequio de la vida: su encuentro con Abelardo Estorino.
Trabajaba también Estorino en Teatro Estudio. Había entrado mucho tiempo antes que Montero. Entre ambos se encontraban varias semejanzas, la pasión por la escena, el afán de trabajar entre gente que hacía teatro, y algo importante que ya señalé en otros escritores: no haber nacido en La Habana, proceder de un pueblo pequeño. Estorino vino de Unión de Reyes, en la provincia de Matanzas. Escribía para el grupo, dirigía él mismo sus piezas. Era de mayor edad, nació en 1925, le llevaba 27 años a Reinaldo Montero. Empezó a escribir teatro, su pasión totalizadora, después de los treinta. A partir del exitoso estreno de El robo del cochino, en l961, su creación dramática se multiplicaría, se daría a conocer. Escribía y estrenaba una pieza cada dos o tres años, y a veces dos en el mismo.
No obstante, era un tipo enigmático, silencioso—utilizo términos con los que Raúl Martínez lo define en las formidables memorias que llamó Yo, Publio—de apariencia inefable, sumergido en los abismos de su creación, que en gran parte cuanto sentía como persona, no lo expresaba, ya maestro de su arte, supo construir paso a paso veintitrés obras que formaron una especie de catedral, que van del naturalismo al realismo, combinando después, a medida que su escritura se multiplicaba, inesperados elementos fantásticos. Dejó a sus lectores y espectadores, una poética múltiple y sabiamente combinada.
En el discurso de ingreso como miembro de número de la Academia de la lengua, que acabamos de escuchar, discurso dedicado íntegramente al análisis de las posibilidades que propiciarán la permanencia en el tiempo de la obra dramática de Abelardo Estorino, en un momento determinado se ha referido Reinaldo Montero a la relación que hubo entre ellos de amistad, enseñanza y trabajo.
Ese párrafo comienza con una observación que implica una dolorosa añoranza: “El maestro Estorino ya no está”. Se excusa por usar la palabra maestro, que para él, y para otros por igual, es una palabreja gastada y aplicada a numerosos falsarios. Así y todo, confirma en su discurso, que Estorino es uno de sus maestros y que conocerlo y ser su amigo, haber trabajado con él, asistido a la dirección de su pieza Medea, atendido a sus sugerencias durante el trabajo de mesa y los ensayos, integrado el equipo de sus últimos montajes, constituyen cosas importantes que le han pasado en la vida, y “ haber tenido el tesoro de su confianza y de su amistad”, ha dicho Reinaldo Montero en su discurso, para concluir el párrafo en que habla de su relación con Estorino. Me gustaría que volviéramos a oírlo: “Aunque no puedo ni quiero dejar de recordarlo en presente, en mi no se renovará la ilusión que era leer una nueva obra suya.”
Varios años después, Reinaldo Montero escribirá un ensayo en el que estudia la creación de Estorino, lo llamará a ese ensayo Manera de ser Sófocles. Lo publicará la Editorial Letras Cubanas, en el 2004.
Reinaldo Montero no es sólo un dramaturgo. En esta presentación para la Academia he insistido, ambos hemos insistido en la creación dramática. Pero el teatro no es todo en su escritura. No sé si debo usar la palabra “versátil”, que algunos cursis han usado. Lo cierto es que ha escrito, a veces con fortuna y con menos fortuna, todos los géneros, hasta uno bastante nuevo, el guión cinematográfico. Los ha escrito casi conjuntamente, en el mismo año, cerca uno del otro: poesía, narrativa, ensayo.
Supongo que mientras trabajaba en Teatro Estudio y ejercitaba su capacidad de dramaturgo, de regreso a su casa, compuso en l986 un conjunto de cuentos que llamó Donjuanes, que le trajo su primer premio resonante, el Casa de las Américas. Después de esta narrativa acerca de las conflictivas relaciones eróticas, donde figura uno de sus mejores relatos, el que todavía recuerdo, con su título en inglés: “Happiness is a warm gun, Cary says”, publicó dos años después, en el 88, una colección sobre un mundo muy diferente, Fabriles, que como indica su título trata los conflictos de una fábrica. Fluyeron otras obras de narrativa. Misiones, en el 2001, Premio de la Crítica, de las novelas más extensas escritas entre nosotros, el relato “Trabajos de amor perdidos”, Premio Rulfo (Radio Francia), Música de cámara, traducida al portugués y publicada en l999 en Brasil. Las piezas teatrales también siguieron fluyendo, algunas publicadas en España como Liz, obtuvo el Premio Fray Luis de León.
Les garantizo, estimados académicos, que tal listado, aunque no es infinito, podría continuar por un rato. No obstante, me parece suficiente ejemplo, demostración fehaciente de su capacidad creadora, lenguaje desenfadado, exuberante, inquietante imaginación provocadora, dominio lingüístico: Reinaldo Montero, autor, en la dimensión de la palabra como poética, a quien me complace recibir hoy, primero de octubre del 2018, como miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua.
Recibamos a Reinaldo Montero con toda nuestra estimación. A partir de ahora es un académico.
Antón Arrufat