Discurso de ingreso Reinaldo Montero

ABELARDO ESTORINO Y LA CONDICIÓN SUFICIENTE
No tengo a mano la prueba del tiempo, pero los personajes de Abelardo Estorino y las situaciones que los convocan pervivirán.
Acabo de releer toda su obra, y sigo sin notar el desvanecimiento, la inclemente erosión que toca a todo. Y creo que la persistente lozanía se debe a que no hay calcos realistas ni éxtasis abstractos. Dicho de modo más preciso, personajes y situaciones cumplen con una doble condición. 1) Evitan el teatro-noticia de periódico, que al nacer es viejo. Y 2) Evitan el guiñol-metafísico que nace muerto. En el cumplimiento irrestricto de estos principios, en el moderado radicalismo que suponen, reside, a mi ver, el triunfo del arte de Estorino y, en consecuencia, su permanencia.
Sé que apunto a la condición necesaria. Me faltaría demostrar la condición suficiente, que es la parte ardua del asunto.
Pero antes, una aclaración. No acecharé definiciones definitivas, de esas que pretenden ser firmes como firme es este Palacio del Segundo Cabo. En la nueva visita que he hecho a Estorino por culpa de la circunstancia en que me hallo, todo es, por suerte, provisorio. Y no puede ser de otro modo si soy consecuente con mi apuesta a propósito del tiempo.
PRIMERA CONDICIÓN SUFICIENTE
El metabolismo de las familias, el antagonismo de los sexos, el machismo endémico con varones rebosantes de vanidad, la hembra que se las trae, la voluntad de trascendencia. Qué extraña fascinación hay en esos traumas vitalicios de la cubanía cuando Estorino los coloca bajo la concentración de relaciones y confrontaciones que se llama buen teatro, cuando hace que objetos recuerden sucesos, que signos evoquen sentidos, bajo un amor frenético por el juego y la simulación, pero donde queda claro que hay mucho más que máscaras y teatralidad.
Creo que el secreto estriba en algo muy sencillo y ejemplar. El dramaturgo evita ser puntilloso con la fábula, y hace que el argumento se nos convierta en más atrayente, mientras más calas inesperadas produce en lo que damos por sabido. En lo sabido, sí, en lo que tal parece que no vale la pena volver a transitar.
Una solución para hacer que lo trillado parezca novedoso son los giros sorprendentes, les coups de théâtre, las alaracas de diversa laya. Nada de eso hay en el arte de Estorino.
«La austeridad evita que pierdas el tiempo», advertía el arquitecto Mies van der Rohe. Austeridad quizás sea la palabra precisa. Austeridad, pero ojo, porque menos tal vez sea más, no estoy seguro. Lo que sí sé es que llegado a un punto, que puede ser alcanzado, menos llega a ser nada, y el edificio del Segundo Cabo se nos viene abajo.
Y como el abreviar es otra forma de disminuir, se asoma, sin ser invitada, la famosa máxima de Baltazar Gracián, «lo bueno, si breve, dos veces bueno», que no es aplicable ni para el admirado jesuita. En mi biblioteca obra El Criticón, y su brevedad son las 673 páginas de caja ancha, letra pequeña e interlineado diabólico.
Quedémonos con austeridad. El austero Estorino hace que las calas inesperadas en lo conocido desentrañen el sistema de interrelaciones que viven, o padecen, los personajes, más los anhelos que tratan de ocultar.
Porque a fuerza de persistir en lo dado, y en virtud de la constante ganancia en intensidad, la realidad de la representación, la otra hace rato quedó atrás y qué nos importa, termina por someterse a los deseos del dramaturgo, o mejor, a sus caprichos y obsesiones, como si de una tierra nueva y muy firme se tratara.
En definitiva, la única tierra firme conocida es el arte. El arte de Abelardo Estorino llega a tener tal autonomía que logra convencernos de que así, y no de otra manera, siente la gente, que así, y no de otra manera, piensan, sueñan, sufren, y que lo más natural del mundo, por ejemplo, es que alguien tenga más ganas de morir que de vivir, si las cosas no cambian, si ese presunto cambio no hace que el propio personaje cambie. No caben happy few entre esta gente. Ni siquiera un ligero asomo de satisfacción.
Para conseguir tal estado de cosas, quién sabe si modificable, no basta un shit detector de última generación, hay que tener un afinado sentido de lo relevante, de lo que ameniza y en consecuencia humaniza.
«Tierra paridora de bufones y cotorras», dice Piñera en La isla en peso, verso 135. En la opera omnia de Estorino no hay una sola bufonada ni un solo cotorreo, hay austeridad amena.
Aclaro que nada tengo contra Piñera y su modo de leer lo que nos rodea. Por el contrario, todo en mí está a su favor. Además, ¿quién soy yo para ponerle un punto a ese mozo?
Sí, más que en las situaciones, ya sean estáticas, cambiantes o por cambiar, en los personajes de Estorino está la clave. Personajes con almas sin acomodo, con partes inconciliables, que mascullan certezas a medias, que padecen amores y odios plenos, y que nos resultan más que verosímiles, verdaderos, hasta les notamos los cambios en la presión sanguínea.
Es Abelardo Estorino quien tiene el arma secreta para lograr que oscilen entre ser más espíritu o más carne, y para que ellos mismos registren en sí, y en lo cubano, mientras transitan del malestar a la decepción, al resentimiento, al perdón, o a la necesidad de perdonar, o de ser perdonados.
Tampoco es cosa nueva el perdón. Viejísimo es el perdón. La Oresteada y Edipo en Colona son tragedias del perdón, pero Estorino lo escamotea de tal forma que este perdón se nos muestra como una necesidad novedosa.
Al final de la lectura, o de la representación, hemos asistido a una lección de morfología del drama y de interpretación de lo cubano, de nuevo lo cubano.
Estoy obligado a decir que mientras compongo esta charla tengo en mente, sobre todo, las últimas obras del dramaturgo.
El ensayista Edward Said, en uno de sus últimos libros, On Late Style es su título, desarrolla la noción de estilo tardío, que no debemos relacionar con estertores de artistas en edad avanzada. Dentro del estilo tardío caben, de Shakespeare, Cimbelino, La tempestad y Cuento de invierno, obras escritas al final de su vida, pero también el Album Blanco de los Beatles, grabado cuando Lennon y McCartney eran aún par de muchachones.
En todos los casos se trata de una segunda adolescencia artística, o mejor, infancia. Porque la infancia, tan llena de miedos y temeridades, está librada de prejuicios, sobre todo técnicos. Época en que nada hay que demostrar, y hace su fiesta el desparpajo, como cabe en los dioses bisoños. ¿O en otra edad del hombre se está más cerca de la inmortalidad que en la infancia?
Estorino tiene su personal late style. Pienso en Vagos Rumores, Parece blanca, El baile. Hablaré con mayor despacio solo de una de esas obras. No hay tiempo para más.
Ah, de haber armado una conferencia interactiva, muy a la moda, haría que escogieran, por votación democrática, una de las tres. Pero no, voy a ejercer la democracia a lo latinoamericano, y yo impondré una. Ya verán cuál, aunque prometo decir algunas cosillas sobre las otras dos.
—Reinaldo, hermano —me dice a voz en cuello don Quijote—, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales, que para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas, aunque en verdad os digo que la obra tan de una pieza de ese amigo, que según recuerdo va de la noche en un bar de La Habana, a la noche en un Corinto pueblerino, facilita mucho vuestro trabajo. Pero vamos, sigue.
SEGUNDA CONDICIÓN SUFICIENTE
Estorino quiere convencernos de que la memoria es lo único que permanece, aunque también cambie, da igual si para bien o para mal, y se embobezca bajo veladuras, y hasta sea más martirio que testigo de nuestro aprendizaje, si es que algo logra enseñarnos, si es que algo puede ser aprendido.
Lo peor es que la señora Mneme, tan veleidosa, tramposa, disparatada, tan dada a deambular, tan enferma de sus nervios, trampea a sus anchas. Y con ese cambiante martirio pulsea Estorino, y nos hace sospechar de verdades comprobables y de mentiras confesas.
Este mal llevarse con la memoria, a veces coloca al dramaturgo como simple observador de las situaciones que se sucedan, y hasta las mira con dejadez, haciéndose el ingenuo, burlándose inmisericorde, aunque también se enserie y entonces devane meandros especulares en torno a los vitalicios traumas cubanos que apunté, insisto en lo cubano, insisto en llamarlos traumas.
En un ensayo de fecha aún próxima, abril y 1966, José Lezama Lima dice, «desconocemos qué es lo esencial cubano y vemos lo pasado como quien posee un diente, no de un monstruo o de un animal acariciado, sino de un fantasma para el que todavía no hemos inventado la guadaña que le corte las piernas.» Estorino no comparte esta sentencia tan severa, y Lezama tampoco. Unas líneas después dice que «solo los cubanos podemos pasar del colibrí /al tiempo hermoso en que murió mi hermano,/ de Federico Milanés. Esa tendencia muy nuestra de convertir en un Edén el tiempo transcurrido con los que ya no están».
El maestro Estorino ya no está. Sé que la palabreja «maestro», de tan mal usada, huele a pestes, o da, como diría uno de sus personajes, repeluzno. Pero Abelardo Estorino es uno de mis maestros, y de las cosas importantes que me han pasado en la vida, una es haber trabajado con él sus últimos montajes.
No puedo ni quiero dejar de pensarlo en presente. Pero ocurre que en mí no se renovará más la ilusión que era leer el borrador de una nueva obra suya.
Esta charla de hoy, es mi homenaje a su valía, y de algún modo un abrazo.
TERCERA CONDICIÓN SUFICIENTE
Creo que ha llegado el momento de hablar de algunas cosas importantes, de zapatos, de barcos y de lacres, de coles y de reyes, y de si el mar caliente hierve, y de si los cerdos pueden volar, dice Lewis Carroll.
Yo digo que ha llegado el momento de hablar de gestos gastados como casas viejas con familias gastadas, de damas marchitas con camelias olvidadas, de vacas gordas que no vuelan, de cochinos que solo sirven para ser robados, de viajes de pesadilla soñados por bichos de varia ralea, incluyo las cucarachas y los ratones, ha llegado el momento de decir cómo cae un cuño caín sobre un papel espurio, y de nombrar a gentes con almas ovilladas como coles por culpa de las plagas, de tanto vivo malo y sobre todo de tanto muerto peor, ha llegado el momento de traer a estas páginas las dolorosas historias de amores secretos, o de tipos que se creen reyes y son unos apapipios, atorrantes los llamaría Borges, y esos señores llegan acompañados por el mismísimo Diablo, y no son ni sí ni no, son nadie, son nada, pero sobre todo ha llegado el momento de hablar de ciertos vagos rumores, de un baile rancio que huele a cabo de cigarro, de una mulata adelantadita que quiere pasar por blanca.
Cumplamos lo prometido, porque quizás la vida no sea otra cosa que una dolorosa historia comprensible si, y solo si, la evocamos entre vagos rumores. Sí, Vagos rumores es la obra escogida por mi democrática santa voluntad.
Vagos rumores
En los años setenta, años grises con pespuntes negros, como todos sabemos, el director Vicente Revuelta comenzó los ensayos de una obra recién escrita por Estorino. Me refiero a La dolorosa historia del amor secreto de don José Jacinto Milanés. Fue un azaroso proceso que no llegó al estreno.
Unos veinte años separan el intento de Vicente y el estreno de Vagos rumores bajo dirección de su autor. Muchas cosas cambiaron entre esas dos fechas. Y otras muchas aún permanecen.
Con Vagos rumores, Estorino retoma la historia del poeta Milanés, y sus falsas culpas y falsas inocencias. El resultado es una obra por completo nueva, no el acomodo para actriz y dos actores de parlamentos que en el …Milanés… aparecían repartidos en docenas de personajes, tampoco es la reescritura de aquel texto excelente, y en consecuencia actual. Hecho el cotejo de los dos libretos, lo que salta a la vista es un acto de síntesis y de reinterpretación de personajes y situaciones.
La primera consecuencia es una ganancia en densidad poética e intensidad dramática. Qué más se pudiera pedir. Cuanto sucede al poeta o a los tortuosos afanes de su memoria, alcanzan mayor nitidez porque Estorino va sobre todo a las razones que hicieron necesaria la locura. Afuera, gravitando insoportable, está la persecución, tortura y muerte de esclavos y pardos libres que ha pasado a la historia de Cuba con el nombre de Conspiración De La Escalera. Adentro, José Jacinto Milanés es acosado por continuos delirios.
Para conjugar el adentro y el afuera, un personaje, El Mendigo, cumple el papel de conciencia de culpa y director de escena déspota e inteligente, como lo quería Gordon Craig. En disfraz de Vieja Pastora, El mendigo precisa una idea seminal, «tú eres como yo, no puedes vivir lejos de esta casa, y tampoco en esta casa». Dicho de pasada, es casa con mucha areca y mucho cundeamor, para mejor aforar la pobreza.
Frases del tipo «yo no viví así», a las que Milanés se aferra como a verdades tan incuestionables como indemostrables, solo acentúan su indefensión, y obligan a que su hermana Carlota defina el papel que le tocará desempeñar.
Carlota. La tarea de la actriz es de una complejidad extraordinaria. En el espacio que le permiten dos sílabas, la muchacha cándida se torna ríspida, y tiene que llegar al odio en una sola frase. De este modo transita del dolor que le produce el estado de Milanés, pasando por afectos filiales, maternales y poco menos que incestuosos, hasta llegar a la fría severidad de una enfermera.
«Dormirás veinte años y yo estaré sentada aquí veinte años», dice Carlota. Estorino dice más. Carlota es la hermana amantísima, nadie lo duda, pero es también la esclava de «un dios enfermo». Uno de los momentos más brillantes es el monólogo de este personaje que hace rato rebasó el umbral de los reproches, y nos confiesa lo inconfesable, el deseo de que al fin el dios enfermo muera.
Algo análogo ocurre en La casa vieja, y de algún modo volverá a asomarse en Parece blanca. En los tres casos se trata de mostrar la otra cara donde observamos lo terrible que apenas se puede soportar, y gracias a la maestría de Estorino estoy tentado a decir que es la más hermosa de las caras.
También pesa y mucho el reverso de La conspiración de la escalera. Me refiero a la educación sentimental delmontina. Porque en el «combatir tanta pereza» y en el «siempre hay un adjetivo mejor» del mecenas y árbitro de las letras Domingo Del Monte, está la evidente denuncia contra un estilo de vida y la necesidad de la eficacia artística, pero también la fe decimonónica en el influjo de las bellas letras para el mejoramiento de las costumbres, al punto que un poeta como Milanés se sentirá obligado a escribir «con toda libertad, pero respetando la moral, aún en lo más mínimo».
Como sabemos, el que «las bellas letras» y por extensión «el arte todo» ejerzan influencia, «bien para mejoras o bien para pervertir», más que un sinsentido, o un fraude enfadoso, ha sido devastador para la cultura cubana.
La culpa cae sobre los modos que adopta la censura, pero también sobre las palabras, esas inocentes, que puestas a servir pueden convertirse en grilletes o fuegos fatuos. Son los encontronazos entre realidad y ficción, entre razón política y razón poética. Como saben, estoy hablando del siglo XIX cubano, pero también de los siglos subsiguientes.
El poeta dice, «las palabras me han abandonado». Y queda vibrando una duda. ¿Cuáles son las palabras que fugan?, ¿no serán aquellas tildadas de inadecuadas que son verdades como piedras?
Pero el tránsito hacia el horror es de rancio abolengo, no comienza con la censura, o con la conspiración, supuesta o real, de negros y pardos libres, se inicia con el hecho de nacer pobre y ser poeta.
Alguna vez, de niño, José Jacinto no atendió los rezos, se distrajo evocando campanas, pensando musarañas, murmurando frases. El mal estaba hecho, la muy noble y leal San Carlos de Matanzas, fue fundada bajo don Carlos II El Hechizado, cual advertencia oblicua, para que Milanés la cantara, y el poeta ennobleció plazas, inmortalizó barandales de puentes. Mas sic transit gloria mundi.
Milanés sufre la imposibilidad de ser un hombre de negocios, emprendedor se dice ahora. Sufre el vivir en medio de la esclavitud que envilece a todos, no solo a esclavos y a esclavista. Sufre un amor contrariado cuyo nombre es Isa. Y la obra avanza por ese peculiar vía crucis hasta su Gólgota, hasta la apoteosis del delirio, también de la cordura.
«¿Dónde está mi mancha?», a Isa «la tienen encerrada», «le pusieron una mordaza», «oigo sus gritos», «la torturan».
El famoso sombrero de Zequeira, cuya sombra tal vez esté en «Un sombrero con visos de nublado» del soneto El Petimetre, pudiera cubrir a Milanés y hacerle invisible, pero no puede ocultar la realidad y hacerla inadvertible. Mientras Carlota se ocupa de su hermano enfermo, se escuchan pasos de tropa. Hay muerte adentro, hay muerte pasando, porque hasta pensar se ha vuelto tormentoso a dentro, se ha vuelto sospechoso a fuera.
Es la preparación para que entre a escena La Historia con mayúscula, La Historia como martirio.
La instauración del terror durante los procesos de La Escalera, y el «fuego aquí» de Plácido, ese poeta complaciente al que Milanés arrojó una diatriba en pies quebrados, coloca el problema en una dimensión avasalladora.
«Plácido fue acusado de subversivo, infidencia es la palabra exacta», y al final es asesinado, «ajusticiado» pudiera también decirse. Y ocurre el encuentro de Plácido y Milanés, porque la combinación de muerte de uno con delirio del otro lo hace posible.
Gracias a Estorino veré siempre a Milanés y a Plácido frente a sendos reclinatorios. Milanés se arrodilla, pide perdón. Plácido permanece de pie, nada tiene que pedir, y menos perdón, solo estalla su furia aquí. La densidad de ideas llega a su punto más alto. Se revelan las íntimas razones de la enajenación. «Vivir sin decoro, con tanta vergüenza, enloquece», ¿Conciencia cívica? ¿Responsabilidad ciudadana? No pongamos nombres. Que fantasmas sin nombre arman el pandemónium. Y se le revela a Milanés la verdadera dimensión del ejercicio poético, sus riesgos, hasta su heroísmo, pero demasiado tarde.
Restan solo dos experiencias extremas y simultáneas. El Mendigo pregunta a Milanés si está dispuesto, o quiere esperar. El Poeta no esperará más, se ata a la escalera, mientras El Mendigo se transfigura en Del Monte para un último encuentro no en el círculo delmontino, sino en un círculo del infierno.
La ciudad fundada por Carlos II El Hechizado es el Infierno, y lo es la casa de los Milanés, y lo es la isla toda. Saco y Varela, desterrados, se comenta. Y Del Monte afirma, «somos un injerto de español y mandinga, los dos últimos eslabones de la raza humana», y queda satisfecho. Milanés comprende que el árbitro balbucea frases de café, justo sur une terrasse d’un café parisien.
El desequilibrio es el desquicie mundo. En los últimos parlamentos se augura que «un ciclón azotará la isla», que «vendrá la gran sequía y Las Plagas», pero también, que volverá a Cuba «el tiempo hermoso en que murió mi hermano». Solo resta que El Mendigo grite, «Isa». Porque así ocurrió en el comienzo de esta pieza que clasificaría como Obra Maestra, si no fuera porque nuestra época ofrece demasiada resistencia a título semejante, incluso al enunciado del par de palabrejas, y sí, El Mendigo grita «Isa» y se reinicia el drama perpetuo tras hora y media de inteligencia y belleza.
Parece blanca
Aunque el tiempo acose echemos una mirada rápida a Parece blanca.
Mientras la Esther de Miguel Cané, las Julias de Luis Benjamín Cisneros y de José María Samper, la Angélica de Luis Ortiz, la Lucía de Emilio Constantino Guerrero, las Marías de Jorge Isaacs y de Adolfo Valderrama, las Clemencias de Josefina de Darío Salas y de Ignacio Altamirano, la Carmen de Vicente Grez, las Amalias de José Rafael Guadalajara y de José Mármol andan en novelas de una sensibilidad agotada, también agotadora, al punto que han pasado a ser arqueología literaria, a Cecilia Valdés la vemos hoy fatigando las discotecas y los gimnasios, esas novedosas casas cunas, buscando «adelantar», «escapando».
Sumemos otra circunstancia. A finales del siglo XVII, por Peña Pobre, se asentaron los cabildos de nación en bohíos muy de llega y pon, y allí los negros celebraban sus cultos. Un día el cabildo, el otro, el de los señores de la casa consistorial, ordenó demoler y poner un altar con la imagen del Santo Ángel Custodio, para amparo de la verdadera fe. Fue la proto-Iglesia Del Ángel, en el barrio que será de Cecilia, nacida el mismo día que Villaverde y hasta lleva sus iniciales. De esta forma quedó listo el escenario para la puñalada trapera y cabe que ritual, con que Pimienta mata al niño Gamboa.
Quizás haya mejores razones, pero cuál más legítima para que los artistas cubanos regresen una y otra vez a este mito tan cargado.
Quiero al menos apuntarlo antes de pasar página, el trabajo de Abelardo Estorino sobre Cecilia Valdés nos habla en un presente palpable, hasta el modo de decir de los personajes anda equidistante de la primera mitad del siglo XIX y de hoy, pero el dramaturgo no se deja tentar por el vicio de la actualización, su Cecilia no usa «brillos», menos aún empuña un fusil salido de quién sabe dónde, al contrario, Estorino se aferra a la trama delineada por el novelista en la Cuba de Vives, conserva las consustancial frivolidad y tontería de Cecilia, pero merced a que muestra el asesinato de Leonardo en la primera escena, la reflexión puede centrarse en las razones del crimen. Y como el dramaturgo superpone una segunda acción de su absoluta autoría, se urden sugerentes apremios y espectativas que convierten a Parece blanca no en la recreación de una novela decimonónica.
El primer hallazgo es el propio título. Parece blanca nos avisa del juego de apariencias y del querer ser que se posesiona de cada personaje. Porque no solo a la abuela Chepilla, la madre Charo y la hija Cecilia les obsesiona la «limpieza de sangre», los mulatos Pimienta y Nemesia están fascinados por otra cosa distinta, llámese clarinete o llámese hombre que le compre una esclava, y el campesino riojano venido a más llamado Cándido Gamboa aspira a la nobleza, y su mujer Rosa ansía la santificación de su hijo, para ella la novela debería llamarse Leonardo Gamboa, qué mal gusto ponerle el nombre de una mulata desteñida, e Isabel y Leonardo pretenden perpetuar por siempre jamás sus estados de libertad y libertinaje. En el singular tratamiento de Estorino, no solo Pimienta, todos pudieran cantar la romanza que dice «no me preguntes por qué estoy triste / porque eso nunca te lo diré».
Dicho sea de paso, Gonzalo Roy, con su zarzuela, hizo una contribución definitiva a lo que ahora llaman «Ingreso en la cultura pop».
El segundo hallazgo, hay muchos más, es centrar la atención sobre Leonardo, el varón enfermo de vanidad, el representante más eminente de la falocracia habanera. Es una audacia subrayarlo para desenfocar al resto de los personajes, incluida Cecilia, esa hembra que se las trae.
Y con este Leonardo se nos devela el misterio mejor guardado de la opera omnia de Estorino, que no es otro que la fascinación que ejercen los Tavitos, los efebos de bien ver y mejor bailar. Al decir de Michel Foucault, hay que ser un héroe para enfrentarse a la moralidad de la época. Además, como sabemos, el símil por excelencia del acto sexual es el baile, incluyo las danzas guerreras. Y el baile es de rancio abolengo en la dramaturgia cubana. Cien años después Leonardo hubiera sido un Yarini.
De este modo, Parece blanca «parece» otra salida de Cecilia Valdés, pero solo lo «parece». Y en el extremo proscenio, iluminado por un cenital impúdico, vemos el tópico de la blancura, la blancura como consagración, más otros esclarecimientos, que no vamos a tratar hoy.
El baile
Diré algo, a paso de carga, sobre El baile, texto que me interesa muchísimo, porque a propósito de personajes, situaciones y ambiente escénico, nada está definido, el espacio mismo es tentativa, posibilidad de acercarnos a una mujer sin nombre, que poco a poco irá descubriendo ella misma quién es, cómo se llama, de qué modo quiere o puede contar lo que tal vez esté condenada a contar.
No se trata del serio juego pirandelleano en torno a la identidad, o a su carencia, como pudiera parecer a primera vista, sino de algo desasido, por así decir, de intenciones. Todo es tan simple y crucial como los conflictos entre el autor y las palabras, el dramaturgo y la construcción de sus personajes, la fábula y el modo de exponerla, la vida y su representación.
Ante el lector o el espectador, y ante los propios actores, la mujer que terminará llamándose Nina y los personajes que ella evoca, se irán conformando como por generación espontánea, mientras la historia a contar y su espacio concreto alcanzan la precisión detallista que exige la ambigüedad.
Nina, en contubernio con Conrado, su marido, y con Fabrizio, su amante fugaz, otro trasunto de Leonardo y Tabito, conforman un trío que se revela como el aliado más incómodo del autor. Más que en cualquier otra obra de Estorino, las vidas de estos personajes se muestran como ideas de vida, en modo alguno son representaciones de determinadas vidas. Porque en El baile no hay cosa que no se resista a hacerse palpable, al punto que Nina, Conrado y Fabrizio, más que ser, o narrarse, muchas veces se perciben ellos mismos desde quién sabe qué ámbito. Y en otras ocasiones, cuando están en la piel sin fisuras del personaje, casi una proeza, saltan de improviso al exterior, reinician las búsquedas de sí, y la indagasión de cómo llegaron a ser lo que tal vez hayan sido. De este modo, la comprensión de los hechos es un acercarse, y sobre todo un dudar de lo que hemos comprendido. En ese adiestramiento oscilante, se multiplican los planos y se observa el poliedro por las aristas más inesperadas. Y la duda se adueña. Quién sabe si Nina, Conrado y Fabrizio pretenden engañarnos o se están engañando ellos mismos. El resultado más externo es que la obra adquiere un pulso entrecortado que nos conduce, como en ningún otro trabajo de Estorino, a los límites tanto de la capacidad de abstracción como de nuestra experiencia personal de los comportamientos humanos.
Por tales audacias, el ejercicio que nos impone Estorino supone un reto a la verosimilitud, y eso atañe a la poética de la obra, a las posibles estrategias de montaje, preocupación perenne cuando se escribe teatro, y a nuestra facultad imaginativa.
La paradoja estriba en que la historia contada con tanto entredós es de una limpieza ejemplar, aunque dicha pulcritud sea laberíntica y cifrada. Pero hoy no tenemos tiempo de descifrar.
CUARTA Y ÚLTIMA (POR AHORA) CONDICIÓN SUFICIENTE
No me gusta la palabra raíz, el ir a la raíz, detesto la raigambre, el raicerío. Y no por aquello de que ir a la raíz sea otra manera de andarse por las ramas, que lo es, sino porque de lo que se trata es de llegar al centro de la naturaleza de las cosas, ¿y para qué?, para descubrir su aire fresco. Raíz no rima con aire.
Amén de hallazgos, audacias, certezas y copones divinos que hemos ido encontrando y exponiendo, el arte de Abelardo Estorino se asienta sobre un pilar central, que he querido exponer solo al término de esta andadura sobre la condición suficiente para que su obra perviva.
Demos, con la ayuda de Lucrecio, el paso decisivo, vayamos al centro de la naturaleza de los textos, hablemos del lenguaje.
La sencillez expresiva y la naturalidad del estilo son las claves. En Estorino no hay retorcidas soluciones sintácticas, ni siquiera abusa del hipérbato, sí lo utiliza cuando la observación cercana le aconseja algún uso saltarín propio del español hablado en Cuba. Tampoco complica el estilo con correctísimas, pero inusuales, correspondencias verbales. No obstante, gracias a la flexibilidad de los decires, ciertas violencias, pocas, toman carta de ciudadanía. Algo más, casi nunca echa mano a verbos compuestos. Y por último, la economía léxica logra que el vocabulario no sea tan rico como eficaz, y eso hace a los personajes aptos para hablar en el registro que les dé la gana, incluyo las octavas reales. La conclusión es que tal parece que el texto se ha escrito solo.
Alguien pudiera pensar que se trata de libretos para la escena, y en consecuencia están obligados a ser potables. Pero la potabilidad de un discurso, como la del agua, solo está reñida con las impurezas, no con el sabor, no con el abanico de posibilidades variopintas y desplegadas en 180°.
Dicho de otro modo, cuando se trata de poner palabras unas al lado de las otras para que actores las digan con buena prosodia, la opción más riesgosa es la tacañería léxica y sintáctica. Y ese riesgo es el escogido por Estorino. Creo saber por qué.
Vuelve asomar su oreja la austeridad, la tan amada por Mies van der Rohe, pero en el arquitecto, y en nuestro dramaturgo, un sinónimo de austeridad es claridad. Gracias a la claridad, se hacen muy visibles las tensiones que son el acicate para el desarrollo de la fábula, con las complejidades que entraña si se trata de una buena obra, y es el caso. Parece poco decir «una buena obra», al contrario, es decir una enormidad.
AGRADECERES
Voy a terminar, pero antes quiero agradecer.
Agradezco a los miembros de la Academia Cubana de la Lengua, mi elección. Trataré de ser digno de su confianza, sin garantías.
Agradezco a mi hija Inés que haya llegado del otro lado del mar para escuchar a su padre, y a Marina, mi otra hija, que me haya aconsejado, escoge la letra X, porque donde está la X está el tesoro. Y, por azar concurrente, como diría Lezama, me han dado la X. Y, por azar concurrente in extremis, la letra X perteneció a Estorino.
Agradezco a Sahily su aguante, que es una de las formas del amor, según cree el machismo residual que padezco.
Agradezco a mis amigos la vida compartida. No hubiera escrito una sola letra sin ellos. Para qué escribir sino es para dar de leer a los amigos.
Y puesto a agradecer estaría agradeciendo hasta mañana. Pero permítanme un último agradecimiento.
Agradezco a la dichosa edad y a los siglos dichosos estos que vieron florecer, como decían los antiguos, a mi hermano del alma Abelardo Estorino.