TOCAR LOS BORDES DEL POETA

Dr. Roberto Méndez Martínez

Academia Cubana de la Lengua

Supe por primera vez del poeta Roberto Fernández Retamar en mi adolescencia – tendría doce años o algo así- gracias a un ejemplar de Que veremos arder, colocado ante mis ojos en una librería camagüeyana. Aquel pequeño ejemplar de la colección Manjuarí me acompañó a todas partes, leí de forma insistente aquellos textos en los que, tras su desenfadada llaneza, se me antojaba suponer grandes enigmas, hasta que el libro, como suele suceder con tales volúmenes de culto, desapareció. Unos años más tarde, por los tiempos en que comenzaba mis estudios universitarios, encontré un ejemplar de la antología Poesía joven de Cuba, publicada en 1959, donde vine a encontrar algunos de sus versos más notables de aquella década, recuerdo especialmente la impresión que me causaron “Los oficios” y “Los que se casan con trajes alquilados”.

No podía imaginar por entonces que tres décadas después el poeta me pediría que me hiciera cargo de la selección y el estudio preliminar de la antología de su obra que publicaría la colección Clásicos Ayacucho en Venezuela. Tal cosa significó alrededor de un año de intenso trabajo, donde la colaboración que nos acercó en lo personal no estuvo exenta de uno que otro roce. El escritor era algo más que exigente, terco y puntilloso, lo que elogiaba hoy, mañana quería llevarlo a un estado superior de perfección y tenía un ojo aquilino para descubrir imprecisiones en la redacción o erratas. Puedo asegurar que fue un complicado curso de edición, que no solo significó un aprendizaje más ordenado de su labor creativa, sino una experiencia de rigor que he podido aprovechar en mi propia escritura.

Ahora, tras la triste noticia de su ocultamiento físico, porque en su caso no me atrevería a hablar de muerte, he vuelto a sus versos y al repasarlos encuentro en ellos la resistencia de esas obras que se resisten a ser incidentales y la coherencia de quien pudo edificar una arquitectura poética aunque habitualmente se le tuviera en cuenta mucho más como investigador y ensayista.

Ya en Elegía como un himno (1950), un texto extenso y temprano dedicado a Rubén Martínez Villena, hay versos de un fervor y una tersa elegancia, que anuncian ya un poeta singular, más allá de las reminiscencias de sus lecturas de entonces, especialmente de La voz a ti debida de Pedro Salinas:

La voz ayer cuidada y perseguida,

Ante la honda llamada de la sangre

Huye, afila sus rosas como lanzas.

Crece su boca, llénase de encendido rumor,

De alzados puños enturbiando

Hasta los golpes la atendida vida.[1]

Dos años después, su cuaderno Patrias (1952), conformado por textos escritos entre los diecinueve y los veintiún años, muestra todavía la huella del magisterio de autores de nuestra vanguardia como Emilio Ballagas y Eugenio Florit, en su vertiente más “escultórica”:

Yo decía que el mundo era una estrella ardiente,

Laberinto de plata, cerrazón con diamante;

Y ahora descubro el júbilo de la estancia minúscula,

La vida emocionada del vaso entre mis labios (…)[2]

Su orbe referencial es muy dilatado: va desde la poesía española de los Siglos de Oro al múltiple quehacer de Juan Ramón Jiménez que tan larga estela dejara en Cuba y los autores de la Generación del 27: Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Pedro Salinas, sin olvidar la presencia inevitable de Rubén Darío y la poesía cubana del siglo XIX, de Heredia a Martí, antes de beber en las fuentes de sus inmediatos antecesores: Nicolás Guillén, Emilio Ballagas, José Lezama Lima. No hay que olvidar tampoco que Retamar es un conocedor de la poesía en lengua inglesa, por lo que autores como Donne, Coleridge, Blake y T.S. Eliot no tienen secretos para él.

Alabanzas, conversaciones (1951-55), su siguiente cuaderno, trae una mayor apertura al lenguaje coloquial. La mirada se vuelve ahora hacia lo aparentemente vulgar y marginal. Precisamente, textos como “Los oficios” vienen a resultar canónicos para la poesía de esos años, en tanto pueden colocarse, sin temor alguno, como algunos de los que abren la llamada “generación de los años 50”.

Dos rasgos fundamentales distinguen ahora su poética: el que jamás cruza la línea de la llaneza coloquial hacia el prosaísmo deslavazado o hacia la expresión soez, y el uso elegante de la ironía que como en Martí, puede convivir con la ternura y la compasión, como sucede en el poema “Los que se casan con trajes alquilados”:

Los que se casan con trajes alquilados,

Desmemoriados,

Olvidados

De que dentro de dos días

Tanto principesco telar,

Acompañante de la gárrula tarde

Y de las lágrimas aducidas al final,

Debe estar devuelto, lo menos ajado posible

(El anuncio compartía una enorme pared

Con un letrero absurdo, ¡y sin embargo!);

Y recordando en cambio, sin duda,

Que en cinco, seis horas yacerán gloriosos,

Avanzan incorruptibles, pálidos

Como guantes.[3]

El salto sustancial en su creación va a producirse con Sí a la Revolución (1958-1962). En sus versos entra el cambio social, la llamada de la historia. Ahora no se trata de alabar la heroicidad ajena, sino de la complicidad y la participación, aún desde la insuficiencia personal, en la transformación de la propia nación y del mundo.

El poema “El otro” ha resultado paradigmático, no sólo por su oportuno registro de una ruptura y la consiguiente transformación radical y dolorosa que implica todo proceso revolucionario, sino porque es capaz de iluminar a la vez dos esferas: la exterior, donde más desembarazadamente actúa la historia y la interna, más compleja y lenta en sus desplazamientos. En esos versos el sujeto lírico habla desde la sustitución: alguien debió morir para que el poeta pueda ganar una “sobrevida” y escribir estas páginas, ese reemplazo crea una religación, una deuda y coloca un imperativo ético particular en el escribiente:

¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,

Sus huesos quedando en los míos,

Los ojos que le arrancaron, viendo

Por la mirada de mi cara,

Y la mano que no es su mano,

Que no es ya tampoco la mía,

Escribiendo palabras rotas

Donde él no está, en la sobrevida?[4]

Así como se hacen nuevos el cine, el ballet, la plástica, la poesía busca otros derroteros: los autores andan en busca de una llaneza comunicativa que es una especie de “democratización de la expresión poética”, lo que favorece el reforzamiento del coloquialismo y en muchos casos una vuelta al empleo de ciertos códigos expresivos propios del neorromanticismo. En el prólogo a la ya citada Poesía joven de Cuba, escrito por el propio Roberto, se encarga de definir a la nueva escritura a partir de un paralelo bastante transparente entre la poética grupal enunciada por Cintio Vitier en Diez poetas cubanos y los presupuestos que animan a los autores noveles:

Así como pudo decir una voz lúcida, acaso algo precipitadamente, que a una poesía esteticista había sucedido entre nosotros una de aventura metafísica o mística, puede afirmarse, con el usual margen de error, que la poesía, de vuelta de esas aventuras, penetra en la vida cotidiana, a alimentarse de ella – y a alimentarla. No se eluden el prosaísmo, el tono conversacional, la violencia, la efusión sentimental, la preocupación social o política (aunque no de modo mecánico o demagógico), el desdibujo, la impureza.[5]

La Revolución coloca las pasiones a flor de piel, hay un momento de exaltación, en la que el yo poético procura una sintonía con la euforia general y coloca en segundo plano las preocupaciones individuales. Un poema como “Con las mismas manos”, tan difundido, declamado, impreso y hasta parodiado, tiene la temperatura justa de la época.

Sin embargo, el testimonio que de su tiempo da el escritor, rebasará, gracias a su autenticidad y profundidad, el tono más o menos idílico de los primeros tiempos y ganará apreciablemente en hondura. De hecho, su mirada parece seguir un proceso semejante al de algunos de los artistas plásticos más notables de ese momento – Antonia Eiriz, Servando Cabrera, Chago Armada – quienes, marcados por la tradición expresionista, especialmente por el movimiento de la Nueva Figuración, ofrecen una mirada crítica de la cotidianidad y no vacilan en mostrar el lado grotesco y hasta monstruoso de esta. No es extraño que el escritor dedique su poema “Felices los normales” a Antonia, en tanto su manera de “pintar” parece tributar al estilo de la autora de Anunciación:

Felices los normales, esos seres extraños.

Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho,

     un hijo delincuente,

Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,

Los que no han sido calcinados por un amor devorante,

Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un

     poco más,

Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,

Los satisfechos, los gordos, los lindos (…)[6]

En sus poemas sorprendemos una doble mirada a la historia, por una parte, aquella que se recibe como herencia y arroja una imagen, un símbolo cultural, por otra la que deja una palabra para la ética del día presente. Esa es la que alienta, por ejemplo, en “Le preguntaron por los persas”, texto donde se superponen el lienzo histórico de la antigüedad y la atmósfera que vive Cuba por esos días, que contribuyen a darle un alcance universal.

Del otro lado, está la visión de la historia como ese flujo invisible, que implica al hombre de todos los días en su belleza y sus agobios. Así deja constancia de ella en “Usted tenía razón, Tallet: somos hombres de transición”. Tanto el viejo poeta de la vanguardia como el autor de los versos forman parte de un fluir mayor, donde cualquier individualidad es transitoria si se le mira desde ese indetenible proceso dialéctico que alimenta la esperanza “de que las cosas pueden ser diferentes, / Deben ser diferentes, serán diferentes”[7].

Eso no excluye ni los grandes sentimientos ni las pequeñas miserias de cada uno, las ilusiones y las insuficiencias de cada cual, tributan también en este avanzar hacia el ideal, de ahí que a diferencia de esos libros donde sólo parecen hacer la historia los grandes héroes, para él, los miembros de todas las generaciones contribuyen a ella y por eso mismo, cada uno en su presente es provisorio, pues – valga la ironía- “quién sabe / Si sólo los muertos no son hombres de transición.”[8]

Quizá estas mismas razones son las que impulsan al poeta a no congelarse en un estilo conseguido, a rehuir la “manera” ya lograda. Pareciera que no quiere encasillarse en una generación, sino que procura mantenerse al día, con los más nuevos. Si Buena suerte viviendo – formado por poemas escritos entre 1962 y 1965- es uno de los cuadernos de más alto aliento y sostenida calidad dentro de su obra total, su entrega siguiente Que veremos arder (1970) parece alinearse con las maneras y preocupaciones de los autores de la generación siguiente, la del Caimán Barbudo y la Canción Protesta. Retamar se apropia de cierto desenfado, no poca irreverencia, así como algunas concesiones al “prosaísmo” y guiños a la mal llamada “antipoesía”, sin hablar de determinados juegos intertextuales que por esos años distinguen el quehacer de un autor tan singular como Luis Rogelio Nogueras.

El poeta no necesitaba demasiado de aquella “puesta al día”. Quiéralo o no, ha arribado a una madurez expresiva, lo que significa una peculiar plenitud en el dominio de su oficio y a la vez en la altura de su pensamiento. Sin sacrificar la efusión lírica, sus poemas se hacen cada vez más densos de significación como lo demuestra “Aniversario” – incluido en Circunstancia de poesía (1974). Bajo el aire, deliberadamente llano, de estos largos versos, más allá de la enumeración de acciones cotidianas, casi insignificantes, está el balance de una historia personal y familiar y con ella, en el más estricto tono confesional, hay un poema de amor de altos timbres.

Uno está en el otro como el calor en la llama,

Y si no hemos podido hacernos mejores,

Si no he podido suavizarte no sé qué pena del alma,

Si no has podido arrancarme el temblor,

Es de veras porque no hemos podido.

 

Tú no eres la mujer más hermosa del planeta,

Esa cuyo rostro dura una o dos semanas en una revista de modas

Y luego se usa para envolver un aguacate o un par de zapatos que llevamos al consolidado;

Sino que eres como la Danae de Rembrandt que nos deslumbró una tarde inacabable en L’Ermitage, y sigue deslumbrándonos:

Una mujer ni bella ni fea, ni joven ni vieja, ni gorda ni flaca,

Una mujer como todas las mujeres y como ella sola,

A quien la certidumbre del amor da un dorado inextinguible,

Y hace que esa mano que se adelanta parecida a un ave

Esté volando todavía, y vuele siempre, en un aire que ahora respiras tú.[9]

Juana y otros poemas personales, libro conformado por poemas escritos entre 1975 y 1979, con el que el autor obtuvo, en la Nicaragua renaciente de 1980, el Premio Latinoamericano de Poesía “Rubén Darío”, es un conjunto denso, coherente, de fuerte sabor elegíaco, estructurado en tres secciones: Figuras, Baladas y Hace /Ahora /Dentro de. A pesar de la sostenida calidad que preside el volumen, es lícito preferir algunos textos particularmente elocuentes.

Así sucede con “Juana”. Puede elogiarse el tono íntimo del poema, que no parece destinado a una escritora que vivió hace siglos, sino el correspondiente a un coloquio amoroso de ardiente presencia, a esto podría añadirse la rigurosa selección del lenguaje, que no pierde su tono coloquial aunque es evidente que cada palabra ha sido cuidadosamente sopesada antes de colocarla, así como la intencional supresión de detalles históricos o referencias literarias, para lograr una síntesis – apenas dieciocho versos- que da al poema una factura casi madrigalesca:

Nada ha borrado el agua, Juana, de lo que fue dictando el

       fuego.

Han pasado los años y los siglos, y por aquí están todavía

       tus ojos

Ávidos, rigurosos y dulces como un puñado de estrellas,

Contemplando la danza que hace el trompo en la harina,

Y sobre todo la tristeza que humea en el corazón del

       hombre

Cuya inteligencia es un bosque incendiado.[10]

En las antípodas se encuentra “¿Y Fernández?”, una elegía consagrada a la memoria de su padre. Escrita en deliberado tono conversacional, casi extremo, con una lucidez muy cruel que desgrana versos largos y hace pensar a veces en un extenso monólogo escénico, el texto es sobre todo un ejercicio de dolorosa introspección, casi un exorcismo. Al evocar a su progenitor, el poeta no sólo no lo idealiza, como resulta común en las elegías, sino que ni siquiera procura ocultar sus contradicciones y pequeñas miserias y más todavía, el efecto que estas tuvieron en su propia formación y todavía pesan en su persona. No es gratuito que el poema esté dedicado “A los otros Karamazov”: el escritor y su familia original son también personajes dostoievskianos en sus pobrezas, debilidades y contradicciones. Estamos en el mismo ámbito de “Felices los normales” y lo irracional lanza su aliento muchas veces sobre estos versos: amarguras, dudas, temores, afectos al borde del abismo, de aquellos en que era experto el novelista ruso.

El autor pasa aquí por una especie de purificación, como los personajes de la tragedia griega, al evocar con la lejanía que el tiempo puede permitirle, la figura del progenitor; puede mirarlo con una benevolencia que ayuda a sanar viejas heridas y a reedificar unos vínculos afectivos que alguna vez pudieron ser precarios. El lenguaje, volcado en lo plenamente confesional y con una fuerte voluntad narrativa, no se empeña aparentemente en lograr un empaque literario, ni rehuye a veces los humildes lugares comunes del habla diaria, estamos en el terreno del “coloquialismo” más puro, pero también en el más elocuente, porque sabias dosis de ironía se mezclan con lo dramático para evitar un patetismo absoluto. El resultado es no sólo uno de sus poemas más altos, sino que es una de las mayores elegías cubanas del siglo XX, que puede colocarse junto a textos paradigmáticos como la “Elegía diferente” de José Zacarías Tallet, la “Elegía camagüeyana” de Nicolás Guillén, “Conversación a mi padre” de Eugenio Florit y “Doña Martina” de Manuel Navarro Luna. La sólida arquitectura y profundidad de este texto se eleva muy por encima del resto de los poemas del libro, a pesar del ya referido rigor del conjunto.

Los cuadernos posteriores del escritor: Hacia la nueva (1989) y Aquí (1995), lo muestran en el lúcido disfrute de la sabiduría artística, que se hace notorio en la acertada correspondencia entre el oficio ganado y la profundidad y alcance de la expresión. En 1993 ha declarado en una entrevista: “Considero a la poesía una de las vías que nos permiten revelar el sentido sagrado de la realidad”.[11] Así lo evidencian elegías como “Última carta a Julio Cortázar” y “Haydée” o textos memoriosos y tiernos como “Allan escribe a Liu que está en Cuba” y “Mi hija mayor va a Buenos Aires”.

Lamentablemente hoy estamos ante una obra cerrada, que espera por una valoración capaz de rehuir tanto el elogio superficial, como la rutina crítica de quienes declaran clásica la obra de los autores pasados para empujarla mejor hacia los estantes del olvido. Únicamente quisiera advertir dos cosas a los críticos mejores: la primera, si se quiere hacer justicia a este autor, no se permita que la admiración por el ensayista empañe el amor a sus versos imprescindibles e inocultables; la segunda que no olviden repasar ese texto llamado “Toco tus bordes” donde el escritor, aún marcado por la cercanía con los autores de Orígenes busca un encuentro con la trascendencia que solo pudo conseguir desde el amor humano y desde luego, a través de la poesía:

Toco tus bordes. Ha confiado el corazón,

Creyó (era la tarde, cesaba el crujido):

Era quizá posible que lo verdadero

Fuera ese árbol, fuera esa nube,

Fuera esa calle conocida, ahora ignorada;

Lo cierto era (así pensaba) ese carro que baja

Sobre las piedras totales de la infancia,

La conversación infinita del hogar,

Hecha del ruido de una madre

Y del apego de los huesos y de los golpes

Recibidos en lo más tierno del día

Y de un otoño de palabras y de un llanto que rompe.

Sólo veo realidades, sólo hablo

Hierbas, aceras, amigos,

Sólo espesor me ayuda, sólo estoy

Contra mi alma, aguardando, dando

Lo que me reste, sólo miro la línea

Que, en efecto, traza la esposa,

Como el claro lleno que al marcharse,

Llena de esplendor, ungida, deja la noche.

Nada esperaba, pero me rodea un bosque

De cruel plenitud: triste alegría

Que no solicité, dulce dolor que acaso

No fue destinado a mi oído, melodía

De la vida, todavía no te entiendo,

Eres oscura aún. Como un empuje

De cuerpos por el sueño, como el empellón

De las bestias en la planicie,

Voy a confiar, camino temblando hacia tu pecho.[12]

 

 

 

[1] RFR: “Elegía como un himno”. En: Con las mismas manos. Ensayo y poesía. Selección y presentación de Roberto Méndez, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2008, p.143. Todas las citas se hacen por esa edición, salvo que se indique lo contrario.

[2] RFR: “Palacio cotidiano”, ibid, p.145.

[3] RFR: “Los que se casan con trajes alquilados”, ibid, p.157.

[4] RFR: “El otro”, ibid, p.158.

[5] RFR: “Prólogo”, Poesía joven de Cuba, La Habana, Segundo Festival del Libro Cubano, s/f, pp.9-10.

[6] RFR: “Felices los normales”, ibid, p.164.

[7] RFR: “Usted tenía razón, Tallet: somos hombres de transición”, ibid, p. 176.

[8] Ibid, p.177.

[9] RFR: “Aniversario”, ibid, p.185.

[10] RFR: “Juana”, ibid, p.187.

[11] RFR: “La poesía es un reino autónomo”, ibid, p.139.

[12] RFR: “Toco tus bordes”, ibid, p.148.