Selección de textos

unnamed

De Jacques

Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad. En el extremo silencio se le escucha rasgarlo.

Jacques, el corsario, está a la proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas.

Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se escora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alza el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables.

«¿Éste?» «Sí, ése» —dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina llovizna de afuera cubre de densas manchas húmedas. El agua chorrea en la vidriera, y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío con su helado silencio.

DE LAS HERMANAS

 

Decían habitar en una cueva…

(Phüosophia Secreta)

 

 

Eran tres viejecitas dulcemente locas que vivían en una casita pintada de blanco, al extremo del pueblo. Tenían en la sala un largo tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras esenciales, como si dijésemos el esqueleto del tapiz. Y con unas pulcras tijeras plateadas cortaban de vez en cuando uno de los hilos, o a lo mejor agregaban uno, rojo o blanco, según les pareciese. El señor Veranes, el médico del pueblo, las visitaba los viernes, tomaba una taza de café con ellas y les recetaba esta loción o la otra. «¿Qué hace mi vieja?» —preguntaba el doctísimo señor Veranes, sonriendo, cuando cualquiera de las tres se levantaba de pronto acercándose, pasito a pasito, al tapiz con las tijeras. «Ay —contestaba una de las otras—, qué ha de hacer, sino que le llegó la hora al pobre Obispo de Valencia.» Porque las tres viejecitas tenían la ilusión de que ellas eran las Tres Parcas. Con lo que el Doctor Veranes reía gustosamente de tanta inocencia.

Pero un viernes las viejecitas le atendieron con solicitud extremada. El café era más oloroso que nunca, y para la cabeza le dieron un cojincito bordado. Parecían preocupadas, y no hablaban con la animación de costumbre. A las seis y media una de ellas hizo ademán de levantarse. «No puedo —suspiró recostándose de nuevo. Y, señalando a la mayor, agregó—: Tendrás que ser tú, Ana María.»

Y la mayor, mirando tristemente al perplejo señor Veranes, fue suave a la tela, y con las pulcras tijeras cortó un hilo grueso, dorado, bonachón. La cabeza de Veranes cayó en seguida al pecho, como un peso muerto.

Después dijeron que las viejecitas, en su locura, habían envenenado el café. Pero se mudaron a otro pueblo antes de que empezasen las sospechas y no hubo modo de encontrarlas.

 

DEL PERRO

 

Para colmo de males le cayeron más pulgas que nunca. Ya era bastante haber encontrado, de pronto, aquel tenaz obstáculo de hierro que se extendía a todo lo ancho y lo largo del café donde, a cambio de pararse ridiculamente en dos patas y de menear la cola hasta creer que la perdía, le daban de comer diariamente.

Y sin embargo no fueron el hambre ni las pulgas, que no eran pulgas, sino sarna que le roía el lomo. Lo que le hizo echarse junto al muro áspero, envuelto en el aliento frío y salobre del océano, a morirse, fue el haber perdido de aquel modo su precioso nombre.

 

DE LA TORRE

 

El cazador, echado en el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león enorme. Irritado comprueba en el sueño que su bestia apenas tiene forma. En un esfuerzo que estremece su cuerpo logra diferenciarle las pupilas, las cerdas de la melena, el color de la piel, las garras. De pronto despierta aterrado al sentir un peso fatal en el cráneo. El león le clava los colmillos en la garganta y comienza a devorarlo.

El león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador que se acerca. Su rabia le hace aguardarlo sin moverse, esperar a distinguirlo enteramente antes de lanzarse a destruirlo. Cuando por fin separa las venas tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. Las manos llevan una fuerte lanza que le clavan en la garganta rayéndola.

El cazador lo desuella, echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña un león enorme.

Los huesos van cubriendo todo el valle, ascienden por la noche en una alta torre que no cesa de crecer nunca.

DEL ALQUIMISTA

 

Saben positivamente, los que de tales cosas entienden, que en la ciudad de Aquisgrán, y a fines de la Edad Media, un judío alquimista halló el secreto de no envejecerse. Fortalecido por su pócima, que le permitiría vivir en todo vigor ciento cincuenta años más que el común de los hombres, dedicó la plenitud de sus días a buscar el secreto de no morirse. Dicen que lo halló, y que desde entonces, oculto en su oscura covacha, tropezado de telarañas y surcado de grueso sudor, busca aquel veneno poderoso sobre todos que le permita, al desgraciado, morirse.

 

 CORRIENDO Y DE PRISA

 

Allá adentro están cosiendo la bandera: han olvidado cómo es la de Narciso López y el propio Carlos Manuel tuvo que inventar otra de prisa; pero no importa, porque lleva los mismos colores. Todo se hace así corriendo, con la radiante velocidad que pide una fiesta próxima. Las armas alcanzan, más o menos; pero al fin y al cabo, no son más que treinta y siete hombres.

Afuera, Carlos Manuel está mirando por última vez su ingenio a la luz de octubre. Es el día diez, cifra redonda, y el siglo del progreso ha avanzado mucho hasta el año sesenta y ocho. No está mal, el ingenito, con sus calderas de vapor y todo lo otro. Pero parece mucho más grande; tanto, que don Carlos Manuel de Céspedes sacude impaciente los hombros y respira tan hondo como puede. Pronto se lo va a quitar de encima.

Pronto todos se van a quitar también de encima lo que estorbe. Las mujeres se quitarán las joyas y el cuidado de la porcelana; los abogados, las leontinas; los negros, las cadenas. ¡Tan fuerte es el ansia de respirar a pulmón lleno el aire libre, que se les ha ido a la cabeza! Por eso se hacen las cosas corriendo y de prisa. Aquí todos están locos. No pasan de treinta y siete hombres; pero no se puede esperar ni un minuto más.

El jelengue durará cien años. Valmaseda, gordo bajo sus entorchados españoles, no lo entiende; los cafetaleros de uñas sucias no lo entienden; los norteamericanos, ni qué decir tiene. Tan pronto las cosas empiezan a marchar sobre sus medidas engrasadas, allá vienen los locos en un bote. Se les olvida que no son bastantes para comenzar siquiera. No se dan cuenta de que no tienen siquiera lo indispensable.

No tienen —ese es el secreto— ni quieren. El diez de octubre de mil ochocientos sesenta y ocho esta Isla se arrancó la codicia del cuello y se la echó al diablo. Desde entonces no hay quien la entienda —ni quién pueda con ella.

 

EL HOMBRE DE LOS DIENTES DE ORO

 

Anoche soñé con un hombre

de dientes de oro

y me quiero casar.

Hijita, ese hombre es el diablo

que tiene dinero

y te quiere llevar.

(Canción popular)

 1

 «Anoche…

 

Hijita soñó un viernes por la noche con el Hombre de los Dientes de Oro. Al otro día, a la hora del desayuno, y mientras plegaba distraídamente los vuelos de su bata de lino, Hijita lo comunicó a su madre:

«Anoche soñé con un hombre de dientes de oro —dijo, y agregó la decisión que había tomado, alzando los párpados para mirar desde toda la sombra de sus ojos—: y me quiero casar.»

Su madre, ocupada en calcular lo que costaría en piensos la nueva pareja de caballos, bajó de golpe la cabeza y miró por encima de las gafas, que resbalaron peligrosamente hasta la punta de su gruesa nariz. Por un momento pensó que ya los pretendientes acudían a la miel de la repentina herencia, pero algo en la cara de Hijita la desvió en seguida de estas preocupaciones.

«Pero, Hijita —dijo, por fin, riendo, a la espalda de la muchacha, que se había ido hasta la puerta del patio—, ¡si ese hombre es un sueño…!»

Ella no se ocupó en contestarle, sino en jugar con el canario, que revoloteó dentro de su jaula dorada.

2

»soñé con un hombre…

 

Hijita encontró al Hombre de los Dientes de Oro, a la salida del teatro Tacón, un sábado por la noche. Estaba lloviznando bastante fuerte, pero, en cuanto se acercó el coche, Hijita, impaciente, dio una carrera, se enredó en un reborde traidor, y hubiese caído a los pies del lacayo que le abría la puerta si un caballero no la sostiene galantemente por el brazo. Hijita se dio vuelta para agradecérselo, y entonces vio el rostro cetrino, los ojos muy negros fijos en medio de órbitas casi fosforescentes y, al brillo del farol, el fulgor de los dientes de oro. Turbada, abriéndose espacio entre las olas de raso con que las faldas, de ella y de su madre, colmaban la pequeña concha oscura, Hijita alcanzó aún a verlo por un último resquicio de la ventanilla. Allá atrás se iba quedando, separado de la multitud por el filo de la llovizna, que saltaba en minúsculas chispas sobre la altísima copa del sombrero.

 

 3

 »de dientes de oro…

 

En mucho tiempo no volvió Hijita a ver al Hombre de los Dientes de Oro. Innumerables sucesos había para distraerla, desde la compra de los enseres —¡qué de espejos, consolas, cornucopias, dos-a-doses, veladores, óleos con sombríos corrales y naturalezas muertas para el comedor!—con que la vieja casona del cerro hubo de ponerse al día de la sorpresiva herencia, hasta las deliciosas sesiones en casa de la modista y la atención de las visitas que, bajo el velo del pésame, acudían en parejas compungidas, tríos modosos, cuartetos gárrulos, a ver las novedades y dejar constancia de su antiguo interés por las dos pobres mujeres que ahora, gracias a un remoto pariente, ya no lo eran tanto. Encantadoramente pálida, parecía que de un momento a otro Hijita fuese a desprenderse de la redecilla de sus encajes negros para esfumarse como una esbeltísima columna de niebla, entre la penumbra que había siempre bajo las altas vigas. El rumor de la cháchara iba quedándole muy abajo, allá por las manos olvidadas sobre la falda. De vez en cuando, Hijita consentía en sonreír, y entonces era desconcertante ver cómo la mirada retornaba a sus ojos opacos, en un destello que volvía a extinguirse en seguida. El canario, en cambio, fue objeto de renovados mimos. Hijita le bordó una espléndida cobertura para la jaula, cuajada de nomeolvides.

 4

 »y me quiero casar.

 

Por fin lo encontró de nuevo, casi un año más tarde, esta vez en un baile de máscaras. Hijita había bailado la noche entera, aunque como una autónoma, sin saber casi por qué lo hacía. Sentada entre otras señoras tan corpulentas como ella, su madre la veía pasar una y otra vez en un juego perfectamente geométrico de grandes sayas circulares, frotadoras, susurrantes, y talle erguido hasta la insolencia. Su «qué-le-pasará-a-Hijita» se traducía en los movimientos alternativamente rápidos y desmayados del inmenso abanico andaluz, que de pronto, al cerrarse lacio sobre la mano izquierda, parecía admitir por fin la derrota, el desconsuelo, cuando un desolado Pierrot o un Dominó indiferente le abandonaban a la muchacha con una fría reverencia. En las pausas de la música Hijita languidecía, pero como una flor de mármol nada menos, helando todo posible sentimiento de piedad romántica. Después ocurría que alguien era incapaz de resistírsele y la arrastraba consigo en el mismo juego de cimbreantes círculos sin vida, perseguidos desde la remota orilla por los mariposeos del abanico. En medio de uno de estos arranques la madre percibió, por un espejo, una elasticidad distinta, un impulso, un avance gracioso y violento, y vio a Hijita volar en brazos de un lívido Arlequín de espejo a espejo. Desde la decimoquinta luna el enmascarado Arlequín sonrió, con lo que saltó de su boca un chispazo de oro.

5

 

»Hijita…,

 

Después Hijita dejó otra vez de verlo durante varios meses. Desmayó su apetito hasta el simple arroz blanco; si un vestido le entallaba mal, lo rasgaba sin misericordia; a veces le daba por romper cosas con una violencia metódica. Perdió todo interés por las novedades de la moda que llegaban, un tanto marchitas, es cierto, en los confiables vapores de la Trasatlántica Española; se negaba a salir de casa, comenzó a desatender el cultivo de sus cabellos, y una mañana dejó escapar al canario. La madre cedía a su creciente soberbia y, cada vez más desconcertada, no se atrevía a llevar adelante sus proyectos de fiestas y recepciones. Cierta mañana, al regresar de misa, un caballero saludó a Hijita ceremoniosamente: era el Hombre de los Dientes de Oro. Ella se turbó hasta las uñas —iba sin polvos—, y apretando el brazo de su madre, echó casi a correr con paso vivo. Desde entonces consintió de nuevo en salir, aunque no por ello se dulcificaron las cosas de puertas adentro: seguía crispándosele de rabia la boca si un escote no le fluía bien; llegó a romper una luna con su calzador de plata. En cuanto al Hombre de los Dientes de Oro, se dejaba ver a veces como un reflejo en el escaparate de una tienda de ultramarinos; o asomándose a la ventanilla de un coche; o volviéndose de pronto desde una puerta cuando era Hijita a quien arrastraban los caballos.

 6

 »ese hombre…

 

Y de nuevo volvió a dejar de verlo, aunque ahora soñaba con él todas las noches. Al despertarse olvidaba las peripecias del encuentro, y por más esfuerzos que hacía no le quedaba más que el brillo entre brumas de los dientes de oro. No dijo una palabra a su madre: en cambio, se complacía en hacerle pagar su desazón de mil ingeniosas maneras. Dejando de comer, sobre todo, que era lo que más podía mortificarla; helándole la sonrisa cuando le preparaba alguna golosina con particular esperanza. Volvió la lasitud, la indiferencia. Hijita había conservado los hábitos de su pobreza negándose a que ninguna doncella entrase en su cuarto a no ser en las grandes ocasiones; ahora el trabajo de vestirse cada mañana se le iba haciendo cada vez más insoportable. Algunos de los infinitos botones quedaban por abrochar; las enaguas sobresalían vergonzosamente donde menos se las esperaba. Como la tarea de elegir un vestido distinto la mataba de aburrimiento, volvía a ponerse el mismo, arrugado y lleno de manchas. Por fin vino a pasarse días enteros en lo que la madre llamaba su «aposento». Pálida, con las greñas negras en desorden, indiferente o cimbreando de furia, Hijita parecía una bellísima bruja, y su madre se consumía de desilusión y tristeza.

 7

 »es el diablo…

 

Luego pasaron varias semanas sin que soñara siquiera con el Hombre de los Dientes de Oro. Una noche en que su madre le tejía un chal con más ahínco que de costumbre, al rosado amor del globo de la lámpara, se abrió la puerta de la sala y apareció Hijita con su palmatoria en la mano, los ojos lisos como dos piedras negras. Cruzó el zaguán y la pobre mujer la siguió temblando hasta la gran puerta de entrada. La muchacha le indicó la hoja de servicio inserta, y ella descorrió maquinalmente el cerrojo. A la verja del pequeño jardín había la alta silueta de un hombre, del que sólo se distinguía la mancha blanca de las manos puestas sobre el puño del bastón. Un golpe del viento descubrió entonces la luna, y los ojos fulguraron como dos diminutas láminas metálicas. Volvió la madre a cerrar la puerta tan silenciosamente como pudo y apoyó en ella la espalda. «Hijita—murmuró—, ese hombre es el diablo —y agregó para sí misma, en un abismo de silencio—: y te quiere llevar.» Por los labios de Hijita corrió un hilo escarlata al resplandor de la vela; pero no dijo nada.

 8

 »y te quiere…

 

Hijita encontró por última vez al Hombre de los Dientes de Oro a bordo del vapor María Cristina. Benigno tras de sus gafas redondas, el mejor médico de La Habana recomendó un viaje por mar, y la madre de Hijita se estrepitó con el proyecto. ¡Por fin, después de tanto silencioso sacrificio, podrían a la vez salvar a la muchacha y mostrar al mundo el color de sus centenes! Su entusiasmo lo allanó todo. Hasta la propia Hijita pareció deshelarse un poco y acudir de buena gana a la modista para el ajuar de viaje. Cierto que su conducta no dejaba de amargar los ingenuos transportes de su madre: hablaba a la modista desde su alto cuello con una sequedad imperial, y el desprecio con que se quitó los tres primeros bonetes que le probó la sombrerera fue tan descarnado, que la infeliz arruinó irremediablemente el encaje del cuarto. Pero, por fin, allí estaban las dos sentadas a la larga mesa del salón-comedor, envueltas en el solemne resplandor que se filtraba entre los policromados vidrios del enorme tragaluz, a la derecha misma del capitán y disfrutando por vez primera, luego de tres días de viaje, de los privilegios de su rango. El transcurso de los primeros platos había resultado bastante insípido para la madre: a pesar de las seguridades del médico, no pudo evitar que los ojos se le llenasen de innumerables bocas masticantes entre cuyas variadas pelambres —bigotes solos o en variadas combinaciones de bigotes e imperiales o perillas o chuletas o barbas españolas— era difícil acechar el temido destello. No quedó al cabo para inquietarla sino un puesto vacío, ominoso en el hueco de su felpa de púrpura. Pero el capitán, inclinándose solícito, le confió que su propietario era aun peor marino que ellas, y que por nada abandonaba su cámara. El alivio que le produjo la debilidad del ausente bastó, quizás, a relajar su vigilancia. Y terminado el almuerzo, dejando a Hijita del brazo del capitán en la cubierta —¡nunca la había visto más linda y altiva, con aquel brillo de diamante en los ojos grandes como noches!—, descendió a su propia cámara para regalarse con la siesta.

 9

 »llevar.»

 

Fue al crepúsculo que se despertó con un desasosiego inexplicable. La luz que entraba por el ojo de buey era una aguada rojiza que todo lo teñía de miedo. Hijita no estaba en la cámara. Se levantó de un salto y pegó la nariz al frío cristal redondo.

No podía ver sino la desolación gris del océano y el resto de un fuego marchito entre las nubes que ocultaban la muerte del sol al poniente. De pronto, algo como el segmento de un ruedo violeta ocupó el extremo superior del espacio visible. Alzó rápida los ojos y vio a Hijita caer desde cubierta. Caía despacio entre la tarde hacia las olas, caía girando lentamente como en un vals adentro de un espejo, muy ancho el vuelo violeta de la falda, bajo el que vibraban las alas blancas de las enaguas, abriéndose; y al girar dejó ver que un caballero la sujetaba por el talle y una mano —girando con ella hacia abajo, a través del silencio. La madre acercó los ojos desorbitados al borde inferior del ojo de buey, hasta no ver más que el largo pelo negro de Hijita ondeando hacia arriba sobre el ruedo violeta de la falda, ahora tan extraña, tan irrisoriamente estrecho —hasta no ver, en fin, sino la inalcanzable desolación de las olas en perpetuo movimiento.