Cepos de la memoria, un libro necesario

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Por: Reynaldo González

 

Pido excusas si al abordar el libro que ha merecido el premio de la Academia Cubana de la Lengua en el año 2016 no comienzo alabando sus notables virtudes, a las que me referiré. Cepos de la memoria. Impronta de la esclavitud en el imaginario social cubano, de Zuleica Romay, no es solamente un libro bueno y bien escrito, al punto de merecer el reconocimiento conquistado. Es un texto de significación alta en el panorama actual de las publicaciones cubanas, pareado a su antecesor Elogio de la altea o Las paradojas de la racialidad (2012), sobre un tema que siempre ha sido una piedra de tope en la sociedad cubana, merecedor de espléndidos abordamientos, en los que se empeñaron talentos extraordinarios. En sus páginas se observa el conocimiento que la autora tiene de esa literatura anterior, muy crecida en las últimas décadas.

Desde el título, el libro nos pone en contacto con un pasado imprescindible, de cuyas huellas trata en un documentado itinerario. Evoca el siglo xix, nuestro siglo de las luces, con la barbarie de la esclavitud, emporio del crimen, frente al despertar de las letras y las artes, la forja de la cubanidad, nuestras guerras libertadoras, y el azaroso decurso de miedos y contradicciones que demoraron la independencia. Y en esa historia, el desprecio a la condición de persona, cuatro siglos de esclavitud y la mácula del racismo como heredad culpable.

En la distendida polémica entre peninsulares y criollos, los oligarcas nativos prefirieron llamarse «patricios». Cuando escribían «patria», con la obligada referencia a España, eran ellos el contenido y la esencia de la palabra. Patricios, vocablo de resonancia noble. Y por la nobleza suspiraron hasta comprarse títulos nobiliarios. Cosecharon burlas de la casta peninsular, que los llamó «aristócratas de azúcar». Terratenientes y negreros aprendieron el beneficio del eufemismo, la mayor parte del tiempo se sintieron y actuaron como sin permiso, usurpadores de sus propias riquezas. Con adornos tamizaban la realidad, hasta el más rudimentario verso se sumaba al mausoleo levantado a su gestión histórica. El pedestal amasaron con los brazos, las espaldas y la vida toda de los esclavos que tuvieron por instrumentos parlantes, cosas, fardos de carbón. A ellos correspondió el látigo y el cepo. De la memoria se ocupa Zuleica Romay.

Libro peculiar este, recuento e impugnación, relato y razonamiento. Demanda alimentada de tiempo y violencia, desde consideraciones que no siempre consideraron. Libro parcial, pero de razonada cordura. No podía menos, nacido para validar el envés de lo dicho, «el turno del ofendido» de que nos habló un poeta. Recorrido con detenimientos para recapitular, en ocasiones le falta espacio donde entren argumentos contrapuestos. Debe reconocerse que su punto de partida es, hoy, un terreno más firme que en la atribulada historia compartida: ahora se puede trazar el panorama mesurado que estos asuntos ameritan. El lector siente que asiste a un diálogo, recibe una argumentación y requiere matices, compases contrapunteados.

Acierto resulta la respiración en ciertas pausas, elementos de humor que nos retratan, rasgos de cubanía, oleadas donde nos reconocemos. Lo permiten el carácter de encuesta y pinchazos de gracejo popular, tan raros en textos de estas características. Demuestra aprecio de la coyuntura en que vivimos, y se libra de la fatiga de un ideologismo extremado, que por exceso ya no comunica. Soslaya el arduo lenguaje de notario que convierte en reprimenda la buena intención. En esos recodos gana el libro y uno de sus objetivos: marcar el apocamiento de quienes padecieron sin hallar modos de respuesta.

Asunto de mayor peso este de la raza y del racismo heredado, atenuado y renovado por una trayectoria en zig-zag, no siempre previsora, como si no se viera su complejidad y hondura. Es innegable que asistimos a uno de sus movimientos cíclicos, acompañado de una crisis que desde diferentes puntos actúa en la arena social y estremece espacios de otras índoles porque una circunstancia como la actual implica un dilema moral, que requiere tratamiento radical. Lo dice con claridad el libro, que no se atiene a mirar desde la distancia, sino con implicación en la materia misma. Sin perder su argumento, se permite inserciones complejas, un enfoque sin excesos teóricos ni pérdida en los meandros de la inmediatez.

Es su acertada expresión uno de los valores más considerables. Debemos reconocer que muchos asuntos como el de este libro en la actualidad padecen un tratamiento rutinario, cargado de los lugares comunes del periodismo propagandístico, o un empeñoso lirismo de andar por casa que resulta patético. Zuleica Romay ha sorteado esos obstáculos con una prosa eficaz y precisa, concediéndole mayor importancia a la documentación. Un elogio que merece, que no derrochamos, es que en la porosa temática de su contenido resulta un libro necesario.